EN la madrugada del 25 de enero de 1965 tres niños entre los nueve y los cinco años estaban de pie casi formados frente a su padre en un salón en la planta baja de una casa en la calle Maestro Lasalle de Chamartín en Madrid.
En pijama con sus batas, confusos y somnolientos, no habían entendido por qué su padre los despertaba en medio de la noche como nunca había hecho antes y les pedía que bajaran al salón. Una vez allí, los tres en fila, ordenados por edad, junto a un gran aparato de radio de caja de madera bajo las escaleras, vieron a su madre, en bata y sentada en un sillón, que observaba la escena en silencio.
Insólita era la imagen del padre. Porque estaba allí de pie, firme y llorando. De la radio surgía, entre el crepitar de las interferencias en la recepción de la onda corta, una voz profunda que relataba momentos especiales del siglo XX.
Hablaba en inglés. Era la «BeeB», la BBC. Hablaba de las guerras mundiales, de los del parlamento de Westminster, del Rey Jorge VI, de la Reina Isabel II y del Nobel. Instantes de la vida de un hombre muerto unas horas antes en Londres; era una larga necrológica de Winston Churchill.
Allí estábamos los niños sin entender mucho más allá que el hecho incuestionable que había muerto alguien muy importante en Londres por quien nuestro padre sentía un afecto que no le conocíamos por nadie más.
Porque es la primera vez que le veíamos llorar. Para mí ha sido de los recuerdos de la infancia imperecederos. Desde entonces siempre supe que aquel hombre al que mi padre había otorgado desde la lejanía de Madrid e intimidad de su casa aquel emocionado homenaje tenía un especial significado.
La figura de Churchill ha sido, tal como quiso mi padre ya desde aquel día, un punto de referencia y de reverencia para mi. Mucho hablaríamos de Churchill hasta su muerte.
Todo viene a cuento porque fui a ver la película de «El instante más oscuro» y me emocioné con ella en los momentos de derrota del Churchill solo y abandonado, despreciado y temido a un tiempo.
En los instantes en que parece tener la tentación de ceder a las presiones de Chamberlain y Halifax y de convertirse en uno como ellos. No sé qué fidelidad histórica hay en la visita decisiva del Rey Jorge VI a un Churchill en pleno infierno de dudas en su casa. Cuando le dice que cuente con él para rechazar la negociación con el monstruo y anunciar la guerra para combatirlo.
Recordé a mi padre y sus relatos sobre el fracaso moral terrible de cobardía e indolencia en la que cayeron las elites alemanas y austriacas. Él entre ellos. Y las elites inglesas y las continentales. Y el presidente norteamericano que le negó todo a Churchill en esos días oscuros.
Recordarlo es el mejor antídoto contra la tentación de claudicar ante el matonismo y la barbarie, acomodarse al poder injusto o callar por conveniencia.