No se tiren como fieras a Twitter, ni empiecen a freirnos con mensajes porque no hemos hecho más que ser fieles notarios de la realidad.
Nuestro novelista de más éxito, ese que ‘The New York Times’ presentó en 2007 como una especie de Stevenson hispánico, el señor académico, el antiguo reportero de guerra con las bolas negras del humo de mil combates, titula así su columna: «Mariconadas«.
Nos lanzamos sobre ella creyendo que el padre del Capitán Alatriste entraba a saco en el pringue de la semana, pero pinchamos en hueso: ni una palabra de la desquiciada ministra Delgado, ni una refrencia al ‘maricón‘ García-Marlaska y ni siquiera una sílaba para el escapista Pedro Sánchez (Carlos Herrera sin piedad contra Delgado: «Si lo de maricón lo hubiera dicho Cospedal, las feminoides le montan una intifada en Chueca»).
La pieza va de otra cosa, aunque en el fondo todo sea lo mismo y en apoyo del autor hay que decir que lo suyo viene de lejos.
Alla por el año 2.000 nos dejó alelados con una columna titulada ‘Yo también soy maricón‘ y tres años antes ya rompió moldes disertando sobre homosexuales y valientes, a propósito de un viaje a la pecadora Venecia.
En esto último, comienza Arturo Pérez-Reverte confesando que la semana anterior se autocensuró, sustituyendo a última hora la palabra ‘mariconada‘ por ‘gilipollez‘. Según él y consciente de que no son sinónimos, ‘para no liarla‘.
Le quedó mala conciencia, porque Arturo sostiene que, en lo que se refiere a libertad de expresión, a ironía, a uso del lenguaje como herramienta eficaz, retrocedemos (Pérez-Reverte estalla ante el último despropósito lingüístico de Carmen Calvo y amenaza con dejar la RAE):
- Nunca, en mi larga y agitada vida, vi tanta necesidad de acallar, amordazar a quien piensa diferente o no se pliega a las nuevas ortodoxias; a lo políticamente correcto que -aparte la gente de buena fe, que también la hay- una pandilla de neoinquisidores subvencionados, de oportunistas con marca registrada que necesitan hacerse notar para seguir trincando, ha convertido en argumento principal de su negocio.
- Y que quede claro: no hablo de mí. A cierta edad y con la biografía hecha, cruzas una línea invisible que te pone a salvo de muchas cosas. Un novelista o un periodista a quien sus lectores conocen puede permitirse lujos a los que otros más jóvenes no se atreven, porque ellos sí son vulnerables.
- A Javier Marías, Vargas Llosa, Eslava Galán, Ignacio Camacho, Juan Cruz, Jorge Fernández Díaz, Élmer Mendoza y tantos otros, nuestros lectores nos ponen a salvo. Nos blindan ante las interpretaciones sesgadas o la mala fe. Nos hacen libres hasta para equivocarnos.
- Sin embargo, escritores y articulistas jóvenes sí pueden verse destrozados antes de emprender el vuelo. Algunos de mis mejores amigos, de los más brillantes de su generación y con ideas políticas no siempre coincidentes entre ellos -eludo sus nombres para no comprometerlos, lo cual es significativo-, se tientan la ropa antes de dar un teclazo, y algunos me confiesan que escriben bajo presión, esquivando temas peliagudos, acojonados por la interpretación que pueda hacerse de cuanto digan.
- Por si tal palabra, adjetivo, verbo, despertará la ira de los farisaicos cazadores que, sin talento propio pero duchos en parasitar el ajeno, medran y engordan en las redes. Hasta humoristas salvajes como Edu Galán y Darío Adanti, los de Mongolia, valientes animales que no respetan ni a la madre que los parió, meten un cauto dedo en ciertas aguas antes de zambullirse en ellas.
- Y así, poco a poco, fraguamos un triste devenir donde nadie se atreverá a decir lo que de verdad quiere decir, sea o no correcto, sea o no acertado, sea o no la verdad oficial, ni a hacerlo de forma espontánea, sincera, por miedo a las consecuencias.
- Y bueno. Qué quieren que les diga. No envidio a esos escritores y periodistas obligados a trabajar en el futuro -algunos ya en el presente- con un inquisidor íntimo sentado en el hombro, sopesando las consecuencias sociales de cada teclazo. Porque así no hay quien escriba nada. Lo primero que desactiva a un buen periodista, a un buen novelista, a cualquiera, es vivir con miedo de sus propias palabras.