ANÁLISIS

Normalizar la voladura de la democracia

"La normalización en Cataluña llega incluso al coste en muertos de esa pulsión bélica"

Normalizar la voladura de la democracia
Antonio Robles viaja ahora sin Rivera

La impunidad con que actúan los políticos nacionalistas catalanes, y la complicidad incondicional de sus partidarios no es fruto de la razón histórica que esgrimen con descaro, sino de la normalización del delito. En palabras del Tribunal Supremo: «Se está asimilando como normal la destrucción del Estado de Derecho».

No empezó con el procés actual, ni con el apoyo de Pedro Sánchez al relato golpista. La normalización del mal es un proceso iniciado y planificado por Jordi Pujol desde que okupó la Generalidad en 1980. Entiéndase por «normalización del mal» la voluntad de relativizar el delito, de minimizar el incumplimiento de la ley en nombre del agravio, o el menosprecio por los valores democráticos consagrados en nuestra Constitución. En ninguna sociedad democrática al uso sería fácil tal camelo, no así en esta Cataluña narcisista donde el discurso racional ha sido suplantado por alegatos emocionales.

A un año de la frustrada declaración unilateral de independencia, hemos llegado a su máxima excitación. No siempre fue así, el camino hasta el 1 de octubre ha sido lento y sin publicidad para no levantar sospechas cuando la sugestión colectiva aún no daba para desbordar las calles. Y a medida que el virus ha ido diluyendo las convicciones democráticas en nombre de un falso pueblo oprimido, el radicalismo separatista ha logrado convertir esa irresponsabilidad ante la ley, en un derecho colectivo, donde las calles son suyas, el derecho a decidir, un dogma, y la obediencia al Estado, una traición al pueblo de Cataluña. ¿Cómo se ha llegado a tal impostura?

Todo empezó con la manipulación del lenguaje. Mediante una palabra mágica: «normalización». Es decir, reducir la realidad compleja y plural de la sociedad catalana al ideal identitario del nacionalismo catalán. Usada hasta la saciedad, explica la norma, el modelo de sociedad étnica buscada, el ADN exclusivo y excluyente de ser catalán. Eso es la normalización, la acción lenta pero persistente de legitimar la exclusión, el abuso, la prevaricación, la corrupción, el desprecio por la ley.

La forma de hacer normal lo obsceno y delictivo. Esa acción de normalizar el mal está detrás de todos los excesos nacionalistas desde el primer Gobierno de Pujol hasta el empeño por normalizar, mediante alambradas amarillas hoy, su rebelión contra la Constitución y la democracia. Convertir el delito en normal. Ese es el empeño, en buena parte logrado, a juzgar por el empecinamiento que ponen en vivir en una realidad paralela, a espaldas de toda experiencia empírica.

El primer paso de esa perversión de las conciencias fue la campaña iniciada en 1981 bajo el nombre de «normalización lingüística», y que en realidad era el caballo de Troya para imponer la inmersión sólo en catalán y el monolingüismo institucional («una nació, una llengua»).

La primera fase fue vaciar la escuela de cualquier rasgo cultural, lingüístico y nacional de España. En nombre de la recuperación de una lengua, ocultaban la otra, hasta borrarla de la realidad. El objetivo era lograr que los niños percibieran su presencia como extraña a la escuela, incluso como extranjera.

Esa estrategia iba acompañada de la exclusión de la historia común con España, de la cultura y símbolos de ésta, hasta romper los lazos afectivos con el resto de españoles mediante la normalización de su ausencia. Para dos generaciones de escolares, España dejaba así de formar parte de sus conocimientos.

Normalizar esa percepción desde la escuela forma parte de la ruptura emocional con la legalidad, porque tal legalidad aparecía como la de un Estado opresor. La cuartada moral que les ha permitido incumplir la ley con buena conciencia.

Aquella primera normalización ha sido el modelo de otras muchas, como la de la actual ocupación pública de lazos amarillos como marca del territorio, la alambrada amarilla que debería servir de cordón sanitario a las «bestias españolas» que embrutecen la «identidad catalana».

Lo ha plasmado con nítida claridad Luis Miguel Fuentes en ‘Formas de asfixia’: los lazos amarillos «no tratan de hacer visible una opinión, sino de inculcar, por aplastamiento, la idea falsa de que, efectivamente, no hay sitio físico, material, para otro pensamiento».

Si en la escuela se forzó convertir en normal hablar sólo en catalán, «sentir» en catalán, y reducir el paisaje escolar a simbología nacionalista para lograr que la lengua, la cultura, y la misma existencia de España como nación se vivieran como extrañas y extranjeras por cualquier niño, ahora, la marca amarilla del territorio imponía una normalización amarilla como salvoconducto del buen catalán frente al colonizador español. El color hace de estrella de David a la inversa.

Se trata de crear unanimidad en cada acción de gobierno, de cualquier manifestación pública, o relato mediático. Y convertir esa unanimidad, en normalidad social. Sea ésta la unanimidad editorial de las doce cabeceras de prensa escrita en 2009 contra la sentencia del TC, sea estigmatizando al poder judicial para desautorizar su acción contra los golpistas.

Cada vez que se repite, «hay que acabar con la judialización de la política», se trata de normalizar la desobediencia a la ley y desautorizar la separación de poderes. Una manera de verbalizar el delito para disolver la legalidad que lo persigue, como ocurre en el psicoanálisis con la catarsis de un trauma.

Con ese mismo método han logrado normalizar la desobediencia a las Fuerzas de Seguridad del Estado (Guardia Civil y Policía Nacional). La disculpa, el uso y abuso de fake news del 1-O. Mediante campañas de difamación como «Espanya ens roba», o de victimismo democrático con «el derecho a decidir», han normalizado dos maneras de engañar y presentarse como víctimas.

La cuestión es buscarse coartadas, justificar, normalizar su deslealtad a la verdad y la ley como coartada de sus fechorías. Es decir, convertir el delito, la rebelión, el partidismo ideológico, la exclusión, la paranoia, en normal, en general. Es la normalización del mal para lograr sus fines sin atenerse a las normas democráticas.

La capacidad del relato nacionalista para embaucar a buena parte de catalanes es el salvoconducto para arrearle coces al Estado de Derecho. Y para recochineo, en nombre de la democracia y la libertad de un pueblo ofendido. Con tal salvoconducto han dicho verdaderas aberraciones antidemocráticas. Veamos algunas.

Quim Torra (2018): «No aceptaré ninguna sentencia que no sea la libre absolución de los procesados». Ada Colau (2015): «Estamos dispuestos a desobedecer leyes injustas porque el derecho a decidir del pueblo de Cataluña es un principio democrático irrenunciable». Artur Mas (2016): «La democracia está por encima del Estado de derecho». De Carles Puigdemont el serial es interminable. Incluso ha tenido la osadía de querellarse contra el propio juez del TS, Pablo Llarena, que instruye su causa por malversación, sedición y rebelión.

¿Se imaginan al teniente coronel Tejero llevando a los tribunales al tribunal que lo juzgó?

Felipe González lo ha dicho por fin: son como termitas que están socavando al Estado por dentro, amparándose en el propio poder. La metáfora es exacta. Pero ni siquiera sirve ya para calificar la justificación que acaba de hacer el presidente de la Generalidad de la vía Eslovenia a la independencia: «Los catalanes hemos perdido el miedo. No nos dan miedo. No hay marcha atrás en el camino a la libertad. Los eslovenos decidieron seguir adelante con todas las consecuencias. Hagamos como ellos y estemos dispuestos a todo para vivir libres».

La normalización ya llega incluso al coste en muertos de esa pulsión bélica. Esa es la verdadera revolución de las sonrisas, docenas de muertos y el pistoletazo de salida para la última guerra balcánica con millones de muertos. De momento, quieren depurar a los Mozos de Escuadra para convertirlos en policía política, ya sin tapujos, a las bravas».

Quienes no se quieren hacer cargo del marrón, como quienes dependen de él para seguir en el Gobierno, minimizan, ridiculizan las bravuconadas diarias alegando que sólo es palabrería sin efecto jurídico alguno. ¡Qué equivocados están! Todo lo que son se lo deben al arte de excitar los instintos más insolidarios y crear las condiciones mentales para legitimarlos sin temor alguno al Estado.

Se han hecho fuertes al convertir a la masa sugestionada en irresponsable. Su gran mérito y perversión ha sido lograr la «desconexión mental» con España, tal como pedía en 2016 en una conferencia el actual presidente de la Generalidad, Quim Torra y perder el respeto a la Ley.

Perder el respeto a la ley, convertir el insulto en orgullo, reconciliar la prevaricación y la corrupción con la justificación de los fines, lograr, en suma, normalizar la apología del delito, constituye la intendencia mental necesaria para descargar de culpa a la tropa. Y estamos en guerra, aunque nuestro gobierno no se haya enterado. Él, a su manera, y toda la izquierda podemita a la suya, también están ayudando a normalizar el desplante al Estado de Derecho.

Cada vez que comparten sus mantras para demostrarles comprensión, los normalizan. Cuando acusan a la derecha de incitar a la crispación, los descargan de culpa y reafirman sus convicciones, cuando Adriana Lastras, Carmen Calvo o Pablo Iglesias responsabilizan al PP o Cs de ser «una fábrica de independentistas» les eximen de su propia culpabilidad en la manipulación de TV3 como fábrica de independentistas, y les eximen de su propia responsabilidad en el adoctrinamiento en la escuela.

Cuando se negaron a firmar el 155 si se intervenían los mozos de escuadra, estaban normalizando la existencia de una policía política al servicio de la ruptura de España. Y ahora, cuando se han avenido a trasladar a los golpistas a cárceles catalanas, a forzar a la abogacía del Estado a retirar el delito de rebelión o anunciar el indulto en caso de condena, lo que está haciendo el PSOE es normalizar el desprecio por la separación de poderes y justificar el incumplimiento sistemático de la ley por parte del nacionalismo.

Esta izquierda posmoderna que relativiza valores y principios siempre que le conviene, y estos nacionalistas que han convertido la desobediencia a la ley en su particular manera de entender la democracia, están cometiendo un delito mucho más grave que el intento de romper el Estado, están justificando el desprecio por la democracia.

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Autor

Luis Balcarce

De 2007 a 2021 fue Jefe de Redacción de Periodista Digital, uno de los diez digitales más leídos de España.

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