Análisis

F. A. Juan Mata Hernández: «Generoso: Noble y de ascendencia ilustre»

F. A. Juan Mata Hernández: "Generoso: Noble y de ascendencia ilustre"
Generosidad o justicia

La Real Academia Española fija una de las acepciones de generoso, como: «Noble y de ascendencia ilustre».

Ante tamaña atrocidad he creído conveniente proponer una reflexión a la RAE con el fin de actualizar el análisis de este término. No pienso que en modo alguno la generosidad fuera patrimonio o estuviera vinculada ni a la nobleza ni a la ilustre ascendencia, más bien podríamos pensar que la mayoría de los nobles lo fueron porque se aprovecharon de la generosidad de sus vasallos -menos nobles de título que no de señorío-, a quienes llamaban «plebeyos». El motivo para que hoy no reconozcamos los méritos de aquellos plebeyos fue que sus obras se las apropiaron otros o se escribieron en el viento. Y es que no sabemos de la historia más de aquello que, interesadamente, los poderosos mandaron escribir, e ignoramos lo que quisieron borrar.

Nunca he considerado que fuera generoso dar lo que nos sobra… A veces cuesta reconocer que el verdadero mérito y por tanto la virtud, está en compartir lo escaso y lo que nosotros mismos precisamos para vivir. Me contaba mi madre, la hija de la maestra del pueblo salmantino de Arroyomuerto, que le sorprendía sobremanera cuando al acontecer una desgracia para algunos de los vecinos, el resto se volcaban desinteresadamente para ayudarlo. Y lo hacían a escondidas, como si les avergonzara su altruismo. De noche, sin que nadie les viera, dejaban a la puerta del infortunado: un balde de alubias, unos huevos, un costal de trigo, o lo que fuera; en función del caso o del momento de la cosecha. Aquellos plebeyos de mi pueblo serrano sí que eran generosos, aunque no fueran de ascendencia ilustre; practicaban un modelo de estoicismo que les permitía controlar, con desprendida valentía, los golpes que a menudo perturban la vida.

Pues son gentes como esas, paisanos sencillos de muchos pueblos que constituyen la mayor parte de la población del mundo, quienes afrontan con generosidad sus desgracias y dan verdadero ejemplo de solidaridad. Unos pueblos a quienes decía el P. Ignacio Ellacuría, S.J., «Dios mira con ojos de amor e infinita misericordia como los hijos más queridos».

A menudo se puede confundir generosidad con caridad y es muy difícil apreciar la de los demás con objetividad. La diferencia se podría traducir en términos prácticos así: ante una necesidad ajena, el generoso es quien entrega un óbolo sin esperar nada a cambio; el caritativo, en una situación semejante, opta también por atender al necesitado, aunque en este caso lo haga a costa de su propia penuria. Para un cristiano no cabe confusión porque la caridad consiste en amar al prójimo como a uno mismo. A fin de justificar este, aparentemente extraño y difícil de entender comportamiento, el cristianismo aplica una «tabla de valores» que permite optar y juzgar elementos como: la eternidad, el cuerpo como origen del mal, la inmortalidad del alma, etcétera, que mueven la intención hacia esperanzas superiores.

Nos resulta difícil aceptar, cuando obramos a favor de otros, que no se nos reconozca la autoría e incluso que no venga de vuelta algún tipo de compensación. En la gestación de la cultura cristiana, vínculo de unión europeo, se produjo una fusión entre dos formas muy diferentes de comprender la vida: la helénica y la semita. El humanismo cristiano, que fusiona el interés del individuo con el de la comunidad, nos dio nuevos parámetros para afrontarla: En la entrega continua y sin reservas del amor estriba la esencia del cristianismo. La creación no es sino una manifestación de la generosidad divina y nosotros, sus criaturas, somos un don de Dios; por tanto nuestra vida no es racional sin una teología de la caridad.

Resulta por otra parte evidente constatar que, en nuestro modelo de comportamiento, gran parte de esa herencia cultural recibida se está perdiendo; porque es consecuencia, quizá, del abandono a los valores éticos que la formaron. Tal actitud evidencia cuánto nos cuesta fiarnos de Dios. Preferimos el aval de los hombres que se ejemplifica en el poder y la propiedad. Y ello, en el fondo, ¿nos conduce a la felicidad? La experiencia nos dice que el mayor beneficio que produce la caridad se inclina siempre del lado de quien la ejerce. Volvamos pues a recuperar ese espíritu cristiano que transformó Europa.

Así, los diferentes pueblos o comunidades que convivimos en la U. E. aunque nos comuniquemos a través de diversas lenguas -como les ocurrió a los judíos en la diáspora-, tendremos un vínculo común y mantendremos una visión del mundo similar, un modo semejante de comportarnos, los mismos fundamentos y la misma lógica que se deriva de ese cristianismo caritativo y generoso.

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