Hoy, que aún nos sorprende Roma con el nombramiento de un obispo independentista para la diócesis de Taragona, se renueva la memoria -casi adormecida- de la clara intervención del clero en avivar el secesionismo. No estará de más aportar una orientación al protagonismo de la Iglesia en estos asuntos.
Del separatismo vasco sabemos que su recorrido va desde Sabino Arana, aquel beaturrón, y su PNV de burgueses anglófilos, hasta su apoyo en los soviet de puño en alto y la estrella de cinco puntas, internacionalista, que hace nada llevaban sus pancartas y banderas. ¿Alguien piensa en serio que el clero católico es inocente del secesionismo? No nos engañemos con buenos deseos pues ni siquiera en el resto de España la jerarquía eclesiástica fue inocente de la descomposición en que nos vemos. Creer, como quien pide árnica, que los separatismos vasco y catalán son cosa de sólo unos pocos curas -un Setién, p. ej.- sería reñir con el conocimiento. Porque los curas separatistas fueron llave engrasada de la división, desde Villagarcia de Campos a Montserrat. Número muy copioso y eficaz. Y aunque no lo fuera en número, su relieve sí lo fue sin que se enterasen, aparentemente, sus epi-scopos. Ramón Areces, fundador de El Corte Inglés, enseñaba a sus empleados que cuando un cliente salía descontento de uno de sus centros nunca lo achacaría a un vendedor determinado, la señorita X o el vendedor Y, sino que diría: «Qué mal me atendieron en El Corte Inglés». Esta generalización es inevitable en el clero católico aunque paguen justos por pecadores.
Del País Vasco es notorio y firmado por ilustres testigos de la historia que curas regulares y diocesanos, obispos, nuncios, cardenales y algún papa innombrable mancharon de sangre la santa imagen de la Iglesia. Es la pura verdad. Y no uno por aquí, otro de allá sino, bien ciertos estamos, un número escandaloso que a partir de la luz ámbar de Roma, cuando no verde, se afanaron en hacer huir a los incómodos hasta quedarse sólos los politizados de pensamiento único. Poco a poco, con Guipúzcoa y Vizcaya, como con Barcelona y Gerona -y la Galicia de Fraga y Feijóo- , han servido al provecho de aquellos que les auparon.
Ahora que la Fiscalía terminó y dictaminó acerca de los interrogatorios del caso catalán, recordemos que en el País Vasco, o Provincias Vascongadas, Mons. Uriarte aleccionaba a las víctimas para que perdonaran a los homicidas, aunque no se arrepintieran. Hay que ser un gran gurú para enseñar tal cosa, puesto que perdonar sin arrepentimiento no es un acto de bondad; no consuela a nadie y deja intactos los crímenes y los criminales. Perdonar al que no se arrepiente es imposible, incluso para Dios. Monseñor Uriarte pudo haber pedido a las víctimas que rezaran por sus verdugos… Pero no, lo que dijo fue que les perdonaran aunque no se arrepintieran. Un raro entendido de reconciliación. Particularmente si consideramos que la excomunión es automática para los criminales que no se duelen de sus daños. Las cosas cambiaron muy poco con Mons. Blázquez que sí pidió perdón por las cobardías de la Iglesia vasca en su tratamiento a las víctimas. Aceptemos la trastienda de la cobardía a quien le sería muy duro confesar complicidad.
Podríamos entender la estafa de que unos pocos instigasen despojar al pueblo vasco de la España a que pertenecen; podría entenderse el chantaje de amenazar con la miseria de todos -«fastidiaos que voy a la horca». Pero ante la herramienta terrorista es inviable cualquier inteligencia. Y aquí es, creo yo, donde falló el clero representante de la Iglesia católica. No dirigió, no formó conciencias, no neutralizó odios. Prefirió aceptar como bueno el contagio vecinal, el lavado de cerebro corporativo, el miedo sin defensa, espiar desde las esquinas, unas muchas con el pelo rojo, unos otros diciendo amén en las herriko tabernas. La actualidad nacionalista es una estafa de los gobiernos, autonómicos y nacionales. Comparemos con cosas menos importantes, por ejemplo los poderes otorgados al administrador de una sociedad industrial. Nunca se conceden de forma universal para vender o hipotecar el patrimonio. En tal supuesto, se necesita un poder específico del Consejo o la Junta de Accionistas… ¿Cómo es que sin el refrendo de los españoles, que le dieron su empleo, se atreven a disponer como suyo de un territorio de España? Ni el Jefe del Estado, ni ninguno de sus ministros tiene poder para tal cosa. ¿Y qué dicen los obispos de las regiones afectadas? Pues, ya lo sabemos: Ahí está el nombramiento para Tarragona que nos ha regalado el ocupante de la Sede Petrina.
Una vieja planificación
Por desgracia, es tonto esperar nada de quienes prohijaron este desfalco y desertizaron sus diócesis. Los curas separatistas, hoy llamados progresistas, bien sabían -o deberían saber- que cerca del 50% de los autotitulados abertzales eran herederos del ateismo marxista y, aun antes, de la diáspora judía que la limpieza de sangre echó a Francia, desde San Juan de Luz a Burdeos.
Y ya que citamos Burdeos miremos los inicios lejanos del exterminio vasco. Que eso, su exterminio en tanto que fieles a sus antepasados, fue la realidad y no el pretendido patriotismo chico, por más que los ilusos de hoy así se lo crean. Porque se trata de algo que sobrepasa la particularidad de provincias y continentes. Un programa global de las logias de Bafumet para debilitar el orden trascendente de los pueblos, es decir el de la otrora Cristiandad que la raza vasca defendió por los cinco continentes. La actualidad nos roba foco a todo un programa laicista acariciado desde muy allende los ladinos.
Cuando Dostoyevski viajó por primera vez a Italia le invitaron a una sesión de la Cámara de Diputados. Después, escribió en «Diario de un escritor»:
«Imposible imaginar lo que esos señores socialistas (sic), a los cuales yo veía por primera vez en carne y hueso, han podido recitar como mentiras en lo alto de la tribuna. […] El ridículo, la debilidad, la incoherencia, el absurdo, las contradicciones eran inconcebibles. Y es esa canalla (sic) la que convoca a las gentes trabajadoras […] Comenzaron por decirnos que para reinar la paz sobre la tierra era preciso extinguir la fe cristiana y que había que destruir las grandes naciones para reemplazarlas por pequeñas regiones.» (*)
No nos extrañe, por tanto, que a menos de cincuenta años de Dostoyevski ya actuara en España el separatismo cantonalista, mucho antes de la Gran Guerra. Ni que tras ser derrotados en 1939 (cómo molesta esta realidad imposible de borrar) enseguida los masones, montados en el triunfo de los aliados, propusieron a la ONU, fundada por ellos en 1945, aplicarle a España un tratamiento similar al fijado para Alemania. Esto es, partirla. Pero no en dos sino en cuatro pedazos. Los que se están dibujando hoy con la secesión de Cataluña, Galicia y Vascongadas. Plan del que informó en 1944 el Conde de Bulnes, embajador en Buenos Aires, a nuestro Ministro de Asuntos Exteriores, señor Lequerica. (Cfr. Hemeroteca ABC y Franco, sí, pero… Edit. Planeta).
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Plan adoptado por el General De Gaulle, «La Europa de las regiones», y seguido por Bruselas, frente al de Winston Churchill ─»La Europa de las Naciones»─. Desacuerdo que probablemente late hoy detrás del conflictivo Brexit.