Visto bueno a la enésima reforma educativa en España, un ataque en toda regla a la libertad de elección de los padres y al idioma que vehicula a cerca de 50 millones de personas que viven aquí.
Federico Jiménez Losantos, en su tribuna de El Mundo, se desata este 20 de noviembre de 2020 contra la llamada ‘Ley Celaá’. No alberga la menor duda de que el proyecto de la ministra de Educación del Gobierno socialcomunista terminará por crear una fábrica de auténticos ignorantes a los que no se les habrá exigido esfuerzo alguno en las aulas:
Hay engendros legales que tienen la virtud mostrenca de declarar obligación lo que siempre fue agresión. La atrocidad Celaá, porque lo ayer votado y mugido por los zurupetos en el poder no es ley sino atrocidad, tiene el dudoso honor añadido de oficializar diversas agresiones, todas anticonstitucionales, pero que los bartolos del TC tardarán años en revocar, si revocan.
Uno de los puntos que más indigna al periodista turolense se refiere a la educación especial y como el Ejecutivo pretende erradicarla:
La más cruel es la perpetrada contra los niños que necesitan educación especial, y a los que se condena a vivir peor y morir antes, gracias a esa pedagogía típicamente comunista que impone que todos seamos iguales, aunque todos –menos ellos, que ya encontrarán medios de evitarlo– salgamos perjudicados. A los padres, cerca de 40.000, que tienen a sus hijos encomendados a un grupo excepcional de profesores y cuidadores, motivado y con experiencia, no se les ha hecho ni caso. Ante todo, tenía que quedar claro quién manda. Y así ha quedado: 177 bípedos implumes con alma de cuadrúpedos, mayormente del género mular y asnal.
Comenta el caso de Cataluña respecto al español, oficializando una persecución atroz del idioma:
Sánchez Tortosa escribió ayer un excelente artículo sobre el crimen contra los pobres que representa la prohibición legal de lo que hasta ahora era persecución real de la lengua española y del derecho de sus hablantes a ser educados en ella. Es una herramienta esencial para competir con los demás españoles en el acceso a cargos públicos o simplemente para ganarse la vida, mejorando la heredada si su talento y esfuerzo lo permiten, que es a menudo.
Asevera que la educación pública no puede desligarse de algo tan esencial como es el mérito:
La educación pública sólo tiene sentido si se cultiva el mérito. Lo contrario es crear contenedores de ignorancia general, tarea que empezó un niño de Oxford, José María Maravall, hijo del sabio José Antonio, que en la presentación de una de las invenciones de Gallego y Rey, allá por los primeros 80 del siglo pasado, quiso convencerme de la bondad de meter a los jóvenes parados en la escuela para evitar que anduvieran por la calle.
Y concluye con el vaticinio de lo que serán las próximas generaciones de niños salidos de las escuelas con esta ‘ley Celaá’:
Yo estudié con beca desde los 10 años en la excelente enseñanza pública franquista y me indigna la condena de los hijos de los pobres a esa mediocridad llamada «inclusión». Sin suspensos ni inspectores, pronto todos los niños serán titulados en burricie y doctores de saldo; salvo en las familias del régimen social-comunista, que se eternizarán.
Prohibir el español en la enseñanza es prohibir España y robársela a los pobres. Qué triunfo para etarras, catanazis, vagos, ricachos y acémilas.