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Eduardo Inda: «Ni España ni el PSOE se merecen un Gobierno que pacte con el jefe de los asesinos»

Y al tercer semestre, Rubalcaba resucitó

Eduardo Inda: "Ni España ni el PSOE se merecen un Gobierno que pacte con el jefe de los asesinos"
Alfredo Pérez Rubalcaba. PD

Veintiocho de diciembre de 2020. Madrid.

El portero del número 68 de la calle de Ferraz no da crédito. Los policías que custodian la puerta menos aún. “¿Qué coño hacemos?”, se preguntan al unísono. Alfredo Pérez Rubalcaba, fallecido 18 meses antes, acaba de presentarse en la sede del PSOE. “Buenos días”, afirma con su inconfundible timbre de voz y su impecable educación marianista.

Las dos pruebas del algodón que confirman que no es un impostor, sino el Rubalcaba de verdad. Sea como fuere, nadie sabe cómo operar.

“¿Le dejamos entrar, se lo impedimos?”, es el interrogante que todos se plantean pero no se atreven a verbalizar. Finalmente, el jefe de Seguridad del cuartel general socialista opta por franquearle la entrada para evitar males mayores, para salvar su trasero, básicamente. Hace cuentas y concluye que si el catalogado como último hombre de Estado ha vuelto es para echar a Pedro Sánchez. Y tampoco es cuestión de arriesgarse y que finalmente suene la flauta.

En estos casos, ya se sabe, las bases son siempre las primeras en oler a cadáver político y en saber quién va a salir bajo palio. Aunque en estos momentos la hipótesis de que boten al presidente y secretario general son las mismas que hay de que un camello entre por el ojo de una aguja.

“Adelante, Don Alfredo”, suelta el encargado de los escoltas del partido, de la integridad de los cientos de casas del pueblo de toda España y de que 180.000 militantes, 22.000 concejales, 2.800 alcaldes, 374 parlamentarios autonómicos, 120 diputados y 113 senadores puedan desarrollar su actividad pública con tranquilidad.

El penúltimo secretario general socialista sube a la cuarta planta, donde tuvo su despacho, donde maquina la cúpula, donde se cocinó el fulgurante ascenso al poder en 1982, y espeta a Carlos, el apparatchik que manda en el lugar donde se cuece todo:

—Buenos días, soy Alfredo Pérez Rubalcaba, venía a ponerme al día en las cuotas y a solicitar que me den mi carné actualizado—.

Nuevamente, su interlocutor se queda ojiplático. No le da un patatús porque Dios no quiere. Él, que hizo vomitivamente la pelota al resucitado mientras fue el número 1 del partido, y luego, cuando cambiaron las tornas, ni siquiera le daba los “buenos días” de rigor, tiene igualmente claro que si ha renacido es por algo.

Que el destino no ejecuta estos triples saltos mortales por casualidad. No menos consciente es de que Rubalcaba, que es listo como los ratones coloraos, le tiene cogida la matrícula. Que no ha debido olvidar cómo le invisibilizó cuando cedió los trastos a Pedro Sánchez y se enfrentó a cara de perro con él. “¿Por qué habría dejado de saludarle? Voy a acabar en la puta calle”, vuelve a mascullar este pelota de manual.

Tras una tensa espera de una hora, Rubalcaba abandona la sede de Ferraz con su carné actualizado, se compra un móvil —no me pregunten cómo, pero los redivivos obran estos milagros— y telefonea a sus fieles. Desde Jaime Lissavetzky hasta Antonio Hernando, pasando por la ahora lobbista Elena Valenciano, el inteligente estratega Juan Moscoso o ese Eduardo Madina cuyo adiós a la política constituye otra tragedia de tomo y lomo e irrefutable prueba de que en política cualquier tiempo pasado fue mejor.

Los cita en su restaurante de siempre, en su preferido, en ese Sazadón de la calle Gaztambide al que acudía cada fin de semana con su mujer, Pilar Goya, y el matrimonio formado por su íntimo Lissavetzky y Pilar Tejeras. Todos químicos, todos cracks en su ámbito profesional, especialmente ellas, que eran unas números 1, jefazas del CSIC para más señas, bastante antes de que sus maridos fueran vips.

Rubalcaba escoge un restaurante de confianza, ajeno a las modas, eterno en su excelencia, porque lo último que quiere es que la cita sea un secreto a voces en la capital de España. En el fondo le da igual la comida pero algún sitio había que escoger. El solariego de Madrid no es un foodie al uso, su austeridad siempre se prolongó al ámbito gastronómico. Es de los que se conforman con una tortilla francesa y poco más para cumplir una necesidad orgánica que para él, workaholic total, es poco más que un trámite coñazo.

Los abrazos, las lágrimas y los recuerdos se suceden en pocos minutos. Saben que no hay tiempo que perder, que la deriva de España y el partido avanzan a velocidades supersónicas, que como no actúen el logo del puño y la rosa será pronto devorado por los de esa amalgama de comunistas, independentistas y proetarras.

Por cierto, como sucedió en la Segunda República. Ya se sabe que los pueblos que olvidan su historia, están irremisiblemente condenados a repetirla. Toma la palabra nuestro protagonista:

—No os preguntéis qué hago aquí, simplemente, pongámonos manos a la obra. Es necesario forzar un Comité Federal extraordinario para echar a este tío. Sé que lo tenemos complicado, casi imposible, que si perdemos os matarán civilmente a los cinco, pero la España constitucional y el partido transversal que concebimos con éxito en la época de Felipe nos lo piden a gritos. Con el brazo político de ETA, con su jefe, Arnaldo Otegi, y con los del golpe de Estado del 1-O no se puede ir ni a heredar. Con quienes dieron un golpe de Estado hace tres años, tampoco. Acabar con este desahogado es una obligación moral y, aunque tengamos diez veces más posibilidades de perder que de ganar, hay que intentarlo. Quién nos iba a decir que el tipo de derechas que siempre fue Pedro Sánchez acabase más radicalizado casi que el iluminado de Iglesias—, reflexiona con esa brillantez reservada única y exclusivamente a esos machos alfa de verdad que nada tienen que ver con los machos alfa cantamañanas últimamente tan de moda.

Dicho y hecho: Lissavetzky, Madina, Moscoso y Hernando se ponen manos a la obra con la listísima Elena Valenciano como mariscal de campo. En el mientras tanto, nuestro protagonista se refugia en su casa de Majadahonda. La noticia de la irrupción de Rubalcaba no ha salido en los medios porque todo el mundo en Ferraz pensó que el reaparecido no era él sino un sosias. “Mejor que mejor”, cavila él, sabiendo como sabe que en política, como en la guerra, la capacidad de sorpresa es vital para el éxito de un blitz como el que van a acometer.

La tarea es ciclópea: convencer a las élites de un partido que cada día se parece formalmente más al Movimiento Nacional de que hay que convocar y ganar un Comité Federal hecho a la medida de Pedro Sánchez.

Posibilidades no hay muchas; tiempo, menos aún: los estatutos establecen que para convocar un Comité extraordinario hace falta el aval de un tercio de sus miembros y que entre la aceptación de la petición y su celebración transcurren cinco días. “Hay que volar”, les indica el antecesor del felón de La Moncloa.

Sin mucha confianza, aunque inasequibles al desaliento y movidos por una Elena Valenciano que es estajanovismo puro, acaban logrando el “sí” de algunos de los 500 miembros del politburó socialista. Tienen en el bolsillo un puñado de firmas. Una docena, concretamente. El problema es que son necesarias 167. Muchos de los consultados se quitan el marrón de encima con el españolísimo “déjame pensarlo”. Poco a poco, cual gota malaya, van cayendo “síes”. El lunes siguiente van por 90. Quedan 77. Pasan las horas, los días y las semanas y, aunque con cuentagotas, aumentan los apoyos.

El lisonjeo mutuo de Pedro Sánchez con Otegi, el jefe de la banda que asesinó a 11 socialistas, provoca un aluvión de bajas en todas las casas del pueblo de España, cabreos siderales en los barones y que los sanchistas irredentos entren en esa tierra de nadie donde será más fácil pescarlos.

“¡Tenemos 167!”, gritan los apóstoles de lo imposible el 2 de febrero. El más comedido, como siempre, es un Alfredo Pérez Rubalcaba a cuyo lado el gran Maquiavelo era un aprendiz. Aficionado pata negra del Real Madrid como es, sabe que hasta que el árbitro no pita el final del partido es inconveniente cantar victoria. Recuerda permanentemente ese lisboeta minuto 93 en el que el Atlético de Madrid perdió todo por el inesperado testarazo de Sergio Ramos. Quedan cinco días para transformar esos 167 respaldos en la mayoría absoluta que acabará con “El Guapo”, como llaman despectivamente a Pedro Sánchez. Bueno, Rubalcaba, más agudo, lo bautizó en su día como “El insustancial”.

Y ahí es donde resulta clave el papel del jefe. Rubalcaba no puede intervenir en el Comité Federal porque no es miembro. Pero nadie le puede privar de hacer un discursazo urbi et orbi, una de sus grandes especialidades desde los años en que fue portavoz del Gobierno, seguramente el mejor de la historia ex aequo con Josep Piqué. Cita a unos alucinados medios en uno de los pocos hoteles que hay abiertos en Madrid: el Palace, santo y seña del socialismo desde aquella mítica noche del 28 de octubre de 1982. Rubalcaba está mejor que nunca. Lo cual se antoja ciertamente difícil teniendo en cuenta que estamos ante un number 1 en la materia.

—Ni España ni el PSOE se merecen un Gobierno que pacte con el jefe de los asesinos de 11 compañeros nuestros. Ni España ni el PSOE se merecen un Gobierno que trata de tú a tú con quienes cometieron un gravísimo acto de sedición y declararon la independencia en 2017. Ni España ni un partido mayoritario como el PSOE se merecen un Gobierno en el que está un personaje que se ha financiado con el dinero de dos dictaduras, la venezolana y la iraní, los demócratas no podemos estar sentados en el mismo Consejo de Ministros que gente así. Ni España ni el PSOE se merecen un Gobierno que miente a los españoles sobre el número de muertos por el coronavirus. Ni España ni el PSOE se merecen un Gobierno que quiere acabar con la independencia del poder judicial. Ni España ni el PSOE se merecen un Gobierno que ha montado un Ministerio de la Verdad que ni en los tiempos de los 202 diputados se nos pasó siquiera remotamente por la cabeza. Es hora de un cambio de rumbo en busca de ese partido transversal que siempre fue el PSOE, de ese partido que ha gobernado más que nadie en democracia precisamente por eso, porque supo ser un partido socialdemócrata, centrado, interclasista e intergeneracional—, sentencia el último hombre con sentido de Estado. “¡Ah!”, apostilla en perogrullesca referencia a Adriana Lastra, “y a mí, como a Felipe, nadie me manda callar”.

Alguno temió que entrase en Ferraz cual Jesucristo en el templo de los mercaderes. Pero no. Vuelve a echar mano de su estilo pedagógico y didáctico, lo obvio en el profesor eterno que es él. Cinco días y cinco noches después se celebra el Comité Federal. Todos dan por hecho que ganará Franquito Sánchez, el sujeto que con menos votos que ningún otro presidente en 43 años de democracia manda más que el mismísimo Felipe. Pero salta la sorpresa: 300 miembros del Comité Federal votan en contra del vigente secretario general y sólo 200 a favor. Una mayoría, más que absoluta, absolutísima. Al contrario de lo sucedido el 2 de octubre de 2016, tras ese bronco y bananero Comité Federal para olvidar, Pedro Sánchez no da esta vez su brazo a torcer. “No voy a dimitir, esperaremos a lo que decidan los militantes en la consulta que toca efectuar”, advierte. Esa misma noche, 40 días después de su fugaz vuelta a la tierra, Rubalcaba desaparece y vuelve al cielo, confiado en que esa militancia que él tan bien conoce esta vez sí obrará con responsabilidad. Un mes después, y tal y como marcan los estatutos, se celebra la votación entre las bases, que nuevamente y de manera aplastante enseña la puerta de salida a Pedro Sánchez.

Sánchez no se bunqueriza. Es más, acepta la derrota y, además, dimite como presidente del Gobierno. El PP da el nihil obstat a que Nadia Calviño sea la sucesora, entre otras razones porque es la única persona del Gabinete con crédito en los grandes despachos bruselenses y no digamos ya en ese Banco Central Europeo que al final es el que decide quién se salva de la quema y, lo que es más importante, cómo. La primera decisión de la hasta ahora titular de Economía es plantear una gran coalición encubierta a Casado. Manda al carajo, mejor dicho, al casoplón, a Pablo Iglesias; denuncia públicamente el pacto espurio con Bildu, repudia al ex terrorista Otegi y puntualiza que mientras ella sea presidenta ERC no pintará nada en la gobernación del Estado. El PP aprueba por omisión los Presupuestos Generales —vamos, que se abstiene— y acepta agotar la legislatura para salvar un país camino de los 6 millones de parados y del default. Y, mientras tanto, los Madina, Moscoso, Díaz y cía se preparan para volver a coger las riendas de un PSOE que sube en las encuestas como la espuma en un país en el que las elecciones siempre se ganaron por el centro. Y, desde allá arriba, Don Alfredo respira más tranquilo que nunca. El viaje al centro va por buen camino.

Y colorín, colorado, esta fábula se ha acabado. Un homenaje a quienes forjaron ese PSOE votable por cualquiera de los millones de personas que se sitúan entre el centroderecha y el centroizquierda. El problema es que este es un relato de lo que pudo haber sido y no fue y de lo que puede ser y no será. Malos tiempos para los felipes, guerras, rubalcabas y demás hombres con cierto sentido de Estado. Con sus defectos, con sus peculiaridades, con sus episodios oscuros, pero tipos conscientes de que la España Constitucional es lo mejor que hemos hecho en nuestra historia.
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