Colarse deliberadamente en la fila de los candidatos a la vacuna

Israel de la Rosa: «Quién dio la vez»

Apartemos, pues, el copón rebosante de veneno: todavía hay esperanza

Israel de la Rosa: "Quién dio la vez"

La Historia se ha obstinado en demostrar, sobremanera tozuda, que las situaciones críticas extraen del ser humano y subrayan, como en un luminoso y privilegiado escaparate, su mejor talante o su rasgo más infame, dependiendo de lo oxigenado, en unos casos, o podrido, en otros, que se halle su espíritu.

Colarse deliberadamente en la fila de los candidatos a la vacuna fue —que no caiga este despreciable sainete en el olvido— un magnífico ejemplo de esta terquedad histórica, tan ilustrativa, pues aireó con renovado empeño la mezquindad, la pobreza de alma de algunas personas.

De algunas, que no todas, pues se cuentan por puñados ingentes los individuos razonables, las gentes de buena cuna.

Apartemos, pues, el copón rebosante de veneno: todavía hay esperanza.

Regueros de negra tinta serpearon por las páginas de la prensa más punzante, muy merecidamente, con motivo de las andanzas quijotescas de aquel grotesco capitán italiano que saltó del barco no bien comenzó a recostarse el cascarón sobre las aguas. «Me caí sobre el bote salvavidas», declaró, y lo hizo sin reírse.

Cuesta imaginar mayor cobardía, mayor egoísmo, mayor irresponsabilidad, pero escarbando un poco entre los estratos embarrados podremos encontrar, probablemente, nuevas y singulares trufas de esta encomiable estirpe.

Nosotros —aunque a menudo se nos incluye en el mismo saco cultural e idiosincrásico—, a propósito de estos deslizamientos alevosos en la cola de la vacuna, no precisamente evocamos al capitán saltarín, sino a la sagaz y malcarada viejecilla que con astucia extraordinaria se nos adelanta siempre en la fila de la pescadería. La picaresca italiana es un juego de niños comparada con la nuestra.

Aquí, los tontos no solo hacen relojes: los subastan, y las buenas gentes, las más humildes, las más ingenuas, acaban pagando un precio abrumadoramente inflado.

Pero hay algo más lamentable, si cabe; más espeluznante aún que colarse en la sagrada hilera de los que aguardaban el pinchazo como agua de mayo, pues en el aguijonazo les iba la vida. En este amado y soleado país, rico en paellas y en gratuitas vanaglorias, la disculpa es un fenómeno aberrante.

Aquí, a menos que lo pillen a uno empujando el flamante carrito del helado, no se disculpa ni Otilio. Y se necesita toda la fuerza y el candente aliento de la presión popular para compeler a un sinvergüenza, no a confesar dócilmente su delito —que, por otra parte, no lo considera tal—, sino únicamente a pronunciar una torpe y balbuceante justificación.

En sus ojos, muy al contrario, el destello arrogante de la superioridad moral se aferra cual contumaz garrapata, y trata, con pública desesperación y frágiles aspavientos, de enmendar la tragedia y salvaguardar a toda costa su orondo trasero, como hiciera el entrañable capitán:

«Yo no quería, pero tropecé y caí sobre la jeringa».

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