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Eduardo Inda: «Señor Biden, váyase»

Malos tiempos para un planeta en el que se adivina el ‘sorpasso’ de China y se palpa la amenaza de una Rusia armada hasta los dientes

Eduardo Inda: "Señor Biden, váyase"

Todo en la vida es susceptible de empeorar. Los que amamos la política internacional en general y la estadounidense en particular siempre hemos tenido claro que Jimmy Carter había sido el peor presidente de la era moderna, si no de la historia. El secuestro de la Embajada estadounidense en Teherán durante los 444 días y 444 noches transcurridos entre noviembre de 1979 y enero de 1981 es un lunar que le persiguió hasta las elecciones de 1980 en las cuales perdió por el que es la otra cara de la moneda, Ronald Reagan, el mejor presidente del siglo XXI a juicio de admiradores, detractores y mediopensionistas.

La toma de 66 rehenes estadounidenses fue una humillación histórica que se hubiese evitado si los servicios de inteligencia no estuvieran a por uvas, si la Casa Blanca se hubiera mostrado más enérgica con el régimen terrorista del ayatolá Jomeini y si la operación de rescate de los Delta Force en la primavera de 1980 no hubiera terminado igualmente en desastre. El cacahuetero de Georgia no era el más listo de la clase, pero con toda seguridad sí el más gafe. Más que ganarlas con holgura Reagan, las Presidenciales de 1980 las perdió su antecesor. Y eso que el actor de Tampico era ya, a sus 69 años, un personaje archifamoso que venía avalado por una sobresaliente gestión como gobernador del estado más poblado y rico de la Unión: California.

Joe Biden es el presidente que nunca debió haber sido. Por edad, 78 años se antojan demasiados para ocupar la magistratura más importante del mundo, porque su salud es lamentable, porque su aparato locomotor está seriamente dañado como certificamos con esos trompazos que se pega cada dos por tres y porque pierde el hilo con inusitada frecuencia dando sensación de demencia senil. Circunstancia que se produjo en los debates con Donald Trump en no menos de 10 ocasiones. Si no hubiera sido por el virus expandido por la dictadura china y por la feroz, y en muchos casos justificada, campaña mediática, el histrión de la Quinta Avenida continuaría instalado en el Despacho Oval.

Lo que nunca pensé es que Biden la pifiaría tan pronto y tan bestialmente. La huida de Afganistán es el mayor gatillazo de los Estados Unidos desde la crisis de los rehenes con la que empezaba mi columna, con el igualmente penoso antecedente de la huida de Hanoi en 1975. Seguramente en términos geoestratégicos las consecuencias serán aún más graves. Su excusa, “fue una decisión tomada por mi antecesor”, es más propia de un mal pagador que de un tipo al que se le presuponía cierta seriedad. Con haber dado marcha atrás al repliegue, bastaba. No hubiera constituido un capricho: el sentido común indica que no es mala cosa tener entretenidos a bombazos en Afganistán a los terroristas talibanes, al Estado Islámico y a Al Qaeda porque así no tendrán la tentación de abandonar el paupérrimo país centroasiático rumbo a ese Occidente en el que harán lo único que saben hacer: poner bombas y matar a diestro y siniestro.

No sólo eso. Los Estados Unidos no pueden abjurar de esa obligación moral que comporta ser los líderes del mundo libre. Ejercer de guardianes de la democracia es lo suyo cuando tienes el que de largo es el Ejército más potente del mundo, cuando gozas del mayor PIB del planeta y cuando una dictadura, China, y una autocracia, Rusia, te están pisando los talones económica y militarmente. La salida de Afganistán es un regalo para estos dos últimos países, deseosos de okupar, y no precisamente con métodos democráticos, el vacío que deja esa egoísta doctrina del America first! implementada por Trump y respetada escrupulosamente por Biden. El dinero que se ahorran por un lado lo palmarán en cantidades industriales por otro por la pérdida de la hegemonía a nivel mundial y no digamos ya si se produce un megaatentado en suelo estadounidense.

Biden, el presuntamente progre Biden, y Kamala Harris, la supuestamente feminista Kamala Harris, han abandonado a su suerte a las mujeres afganas. Si bien es cierto que no disfrutaban de igualdad plena con el hombre, no lo es menos que fue caer la dictadura teocrática talibán en 2001 y volver a poder vestir con cierta libertad, ir al colegio, estudiar en la universidad, trabajar, conducir y salir a la calle sin la obligatoria compañía del hombre de turno. También desaparecieron las lapidaciones y el maldito burka y se occidentalizaron, tímidamente, pero se occidentalizaron. Biden y Kamala, Kamala y Biden, que tanto monta, monta tanto, han dejado tirados a su suerte a los gays, que pronto verán cómo les ejecutan por el psicopático procedimiento de arrojarlos desde un edificio de 10 plantas, como antaño, o con cualquier otro terrorífico modus operandi que salga de las mentes perversas de los nuevos gerifaltes afganos.

En resumidas cuentas han hecho un flaco favor al Estado de Derecho por cuanto desde hace tres semanas en Afganistán rige la sharia, la maldita ley islámica. Los ladrones volverán a contemplar, con horror, cómo les amputan una mano al primer robo y el pie de la pierna contraria al segundo. Y vuelven a ser moneda de uso corriente las ejecuciones sumarísimas, las detenciones arbitrarias, las violaciones, las expropiaciones, la persecución del ateo y el religiosamente diferente y la flagrante vulneración de los derechos humanos. Thanks, Joe.

Que Biden es un botarate lo ratifica el hecho de que ha transgredido los más elementales códigos de guerra, que obligan a sacar primero del país que has invadido a los civiles y después a los militares. El cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos evacuó primero a los soldados, dejando un retén de apenas 4.000 efectivos, y después a los civiles. ¿Se puede ser más incompetente? El cristo estaba servido. Finalmente, y tras la consiguiente bajada de pantalones ante la chusma talibán, tuvieron que largarse deprisa y corriendo dejando en la estacada a decenas de miles de afganos que confiaron en ellos y cuya vida vale en estos momentos menos que un afgani (la moneda local) de madera. Las consecuencias de tamaña cobardía no se hicieron esperar: el Estado Islámico, cuyos miembros habían sido excarcelados por sus primos talibanes, pusieron varias bombas en el aeropuerto de Kabul cobrándose la vida de 13 soldados yanquis, amén de la de casi 200 ciudadanos locales. La imagen de Biden mirando el reloj en el recibimiento de los cadáveres de los 13 militares asesinados en Kabul vale más que mil palabras.

Con todo, lo peor está por llegar. Más pronto que tarde, el mundo libre reconocerá a los talibanes como los legítimos gobernantes. Me provocan arcadas las palabras de la Unión Europea por boca del otras veces tan acertado Josep Borrell: “Vamos a dialogar con el régimen”. Y el tío Joe va por el mismo camino: hace unos días envió a Kabul al director de la CIA, ni más ni menos que al ¡¡¡director de la CIA!!!, a pedir árnica a los terroristas talibanes para poder evacuar a sus nacionales, y ahora, con la excusa de la lucha contra el Estado Islámico, también avanza que “podría colaborar” con ellos. Sencillamente, vomitivo. Esto es como si a Churchill y Roosevelt les hubiera dado por reconocer a Adolf Hitler, sentarse con él y doblar la cerviz servilmente.

Si el mundo no acabó siendo nazi fue porque apareció providencialmente un individuo, Sir Winston Churchill, que decidió contra viento y marea que no se podía negociar con el mal ni rendirse ante el totalitarismo. Mandó al carajo el apaciguamiento de Chamberlain y Halifax, se puso del lado de la opinión pública británica, venció y salvó la libertad. Lo de Afganistán es la definitiva renuncia de los dos bloques que guían el mundo libre, Estados Unidos y Europa, a defender y amparar la democracia. Malos tiempos para un planeta en el que se adivina en lontananza el sorpasso de la China del sátrapa Xi Jinping y en el que se palpa la amenaza permanente de una Rusia armada hasta los dientes. Vamos directitos, si Dios, Alá o un impeachment no lo remedian, a una “Edad Oscura” en acertadas palabras del gran Alejo Vidal-Quadras. Por cierto: Carter también abrió un proceso de diálogo con los ayatolás iraníes. No sirvió para nada porque el personal de la Embajada no fue liberado hasta la toma de posesión de Reagan y, entre tanto, Jomeini humillaba día sí, día también, al “Satán americano” exhibiendo a los rehenes como si fueran monos de feria.

Dicen que Trump era un demente, cosa que algunos episodios certifican empíricamente, pero esta hecatombe no le hubiera sobrevenido porque habría puesto firme a esta panda de terroristas como ya hizo con el norcoreano Kim Jong-un. El problema es que ahora la superpotencia mundial tiene un comandante en jefe demenciado. ¿Con quién nos quedamos? Los estadounidenses lo tienen claro: con un Trump que, cuando la Presidencia de Biden no ha cumplido ni ocho meses, saca a su adversario entre 5 y 8 puntos de ventaja en todas las encuestas. Las secuelas de esta política pusilánime ya se dejan ver: las democracias tratan prácticamente de igual a igual a los patrocinadores de Al Qaeda cuando lo que hay que hacer es exterminarlos a bombazos, diarios occidentales como El País califican de “moderados” a los talibanes y ministras como la impresentable Montero equiparan la situación de la mujer en Europa  y Afganistán. La libertad está en almoneda en todo el mundo por culpa de este abyecto relativismo y esta estúpida realpolitik. Señor Biden, váyase antes de que sea demasiado tarde. Como continúe en un puesto que le queda cinco tallas grande, acabará siendo el último emperador y el camino quedará expedito para el diktat chino. Tan claro y tan duro como eso.

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