Un dios lejanamente irritante

“El filósofo ateo que terminó siendo cura”

“Una esperanza que no sabe lo que espera es propiamente... la desesperación”

“El filósofo ateo que terminó siendo cura”
Luis de Zulueta, Manuel Azaña, Niceto Alcalá Zamora, Fernando de los Ríos, Manuel García Morente y Claudio Sánchez-Albornoz. PD

La auténtica fe nunca se pierde; nos perdemos nosotros y es ella la que nos encuentra, si Dios quiere y nosotros la buscamos con humildad.

Desde siempre he defendido que a Dios no lo pensamos sino que lo sentimos. Pues bien, hoy quiero contar la historia de un ateo, filósofo neokantiano, que después de pasarse media vida filosofando sobre el teórico creador del Universo, finalmente llegó a Él a través de un flash, de una visión mística que le aconteció una noche de 1937.

En unos instantes su vida dio un giro de 180 grados. Lo que su pensamiento e intelecto le habían nublado y ocultado durante años, fue barrido en pocos segundos por una visión sobrenatural que anonadó todo pensamiento y razón lógica. El filósofo, por primera vez, había sentido a Dios, y hasta tal punto dicha experiencia mística cambió su vida que –al igual que Ignace Lepp-  terminó siendo ordenado sacerdote de la Iglesia Católica.

Esta es la historia del filósofo español Manuel García Morente [1886-1942], famoso pensador de la primera mitad del siglo XX, que abrazó el catolicismo, tras un episodio místico en el que tuvo una visión de Cristo crucificado. Hasta ese momento, su actitud de soberbia espiritual –tal y como lo relató él posteriormente– le había hecho rechazar la idea de la existencia de un Dios que atendía con solicitud y cariño al hombre, por parecerle esta visión -del Arquitecto del Universo- como una puerilidad.

Desde siempre, García Morente, había visto a Dios como un ser lejano, incomunicado de los hombres; lo había imaginado como un puro término de la mirada intelectual, objeto de reverencia muda e inmóvil, de sumisión total, y nunca como una relación paterno filial. A su entender, la existencia del hombre se limitaba a una sucesión de causas y efectos rígidamente determinada.

Su formación académica

Este filósofo español, tras pasar su primera infancia en Granada, en donde su padre ejercía como oftalmólogo, realizó sus estudios secundarios en Bayona, cursando posteriormente la carrera de Filosofía en la parisina Universidad de la Sorbona, en donde fue alumno del matemático y filósofo Pierre Boutroux, así como del filósofo positivista Frédéric Rauh, del sociólogo y antropólogo Lucien Lévy-Bruhl, y del filósofo francés, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1927, Henri Bergson.

De regreso a España, en 1908 impartió un curso en la Institución Libre de Enseñanza. Esta institución fue fundada en 1876 por un grupo de catedráticos separados de la Universidad Central de Madrid, por defender la libertad de cátedra y negarse a ajustar sus enseñanzas a cualquier dogma oficial en materia religiosa, política o moral.

Dos años después, becado por la Junta de Ampliación de Estudios, se trasladó a Alemania para completar su formación en las universidades de Berlín, Múnich y Marburgo. En esta última, el neokantismo que, en esos momentos era el movimiento filosófico en boga, ejerció sobre él un influjo decisivo en su pensamiento, a través del magisterio de los iconos Hermann Cohen, Paul Natorp, y Ernst Cassirer.

Doctor en filosofía

En 1911 se doctoró en Filosofía por la Universidad de Madrid, en la que – al año siguiente – ganó por oposición a la Cátedra de Ética. Formó parte de la Liga de Educación Política fundada por Ortega y Gasset, con quien había trabado amistad en Alemania y hacia cuya “filosofía de la razón vital”, o filosofía estética, se orientó progresivamente su propio pensamiento, tras un itinerario intelectual que lo llevó del neokantismo a la fenomenología del filósofo francés Henri Bergson y el alemán Edmund Husserl. Desarrolló una notable labor como traductor a la lengua castellana de las obras de Kant así como de filósofos como Franz Brentano, Oswald Spengler, Husserl, Heinrich Rickert, o Wilhelm Dilthey.

Orgullo de pertenencia atea

En 1913, García Morante, en el día de su boda, presume públicamente de su ateísmo, ante el párroco de la Concepción y los invitados a la ceremonia. Al finalizar la misa, el sacerdote que había oficiado el casamiento,  no puede reprimirse y le espeta delante de todos los presentes: – ¡Desgraciado! –

Supongo yo que el exabrupto del párroco de lo único que sirvió fue –amén de que el cura se quedara a gusto- para que Morante se reafirmará, más aún si cabe, en su propio descreimiento.

Un ateo honesto

Los antecedentes a su carencia de fe habría que buscarlos en la propia adolescencia de Morante. Conocemos gracias a las propias confesiones autobiográficas del filósofo, la anécdota acaecida cuando éste tenía quince años de edad y su hermana le invita a ir juntos a confesar y comulgar. Morante se niega, pero su hermana insiste, a lo que el joven –para que lo dejara en paz- le responde: “No quiero confesarme, porque no creo. Si tú te empeñas, lo haré. Pero ten en cuenta que sería una confesión sacrílega”. La hermana, obviamente, no siguió insistiendo.

Discípulo de Ortega y Gasset

En 1923 publica un primer artículo, en el segundo número de la Revista de Occidente, que acababa de impulsar Ortega, de quien García Morente siempre se sintió discípulo, a pesar de que Morente era tres años mayor que él. En dicho artículo, Morante presenta la obra del filósofo alemán Oswald Spengler.

Decano de la Facultad de Filosofía y Letras

En 1926 es nombrado Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central [Madrid], teniendo entre sus discípulos a personajes de la talla de Julián Marías, Manuel Granell, o Carlos Alonso del Real.

En 1930 es nombrado subsecretario del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, siendo ministro Elías Tormo.

La conversión

Tras el inicio de la Guerra Civil Española, se trasladó a París, y en 1937 experimenta una profunda crisis espiritual que culmina con una visión mística que cambiaría su vida. Viudo y con dos hijas en su haber, regresa a España en 1938 para ingresar en el monasterio mercedario de Poyo, en Pontevedra, donde inicia sus estudios teológicos.

En 1939 es admitido en el seminario de Madrid, y en 1940 recibe las órdenes mayores, siendo consagrado presbítero. Hasta el día de su repentina muerte en 1942, cuando se restablecía de una intervención quirúrgica, alternó su ocupación sacerdotal con la enseñanza como catedrático de Ética en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid.

Un dios lejanamente irritante

El silencio de Dios, el hecho de que Dios pareciera contemplar impasible nuestros sufrimientos, le producía un alejamiento de la fe, una sensación de que la vida carecía de sentido. Sin embargo, al plantearse la cuestión del sinsentido de la existencia, sentía en su interior que se avivaba el deseo de que existiera un ser que diera razón a todos los acontecimientos, tanto a los felices como a los adversos. “El solo pensamiento de que hay una providencia sabia, bastó para tranquilizarme –escribiría años más tarde recordando aquel momento–; aunque no comprendía ni veía la razón o causa concreta de la crueldad que esa misma providencia practicaba conmigo, negándome el retorno de mis hijas.”

A pesar de efectuar largos y penosos procesos intelectuales, no lograba clarificar lo que para él era la cuestión básica de la vida humana: saber si existe alguna realidad superior al mundo que dé pleno sentido y cumplimiento a la existencia del hombre, pero a pesar de su gran capacidad analítica, no acertaba a responder a esa pregunta.

Morente se consagró al análisis de este tema, pero no logró liberarse de aquella lejanía inaccesible e irritante, de Dios. Y sufrió una crisis de resentimiento que le llevó a rebelarse contra el Ser Supremo. La única libertad reservada al hombre le parecía ser la de no aceptar el obsequio de la vida y recurrir al suicidio, como acto desesperado de posesión de sí mismo. Pero, al verse en tal callejón sin salida, que se le antojaba grotesco, Morente decide volver sobre sus pasos y rehacer desde sus bases todo aquel proceso intelectual.

Nos lo cuenta el propio García Morente en un relato autobiográfico:

“Una esperanza que no sabe lo que espera es propiamente… la desesperación”

«Yo solo en París, desde el octavo piso de la casa del boulevard Sérurier, estaba obligado a esperar, angustiado, el estallido de los hechos que se concertaban o desconcertaban ellos solos, por sí solos, encima de mi cabeza. Aquellas noches fueron atroces. ¿Qué está haciendo de mí -pensaba- Dios, la Providencia, la Naturaleza, el Cosmos, lo que sea? La impotencia, la ignorancia, una noche sombría en derredor y nada, nada absolutamente, sino esperar la sentencia de los acontecimientos. ¡Esperar! ¿Y cómo esperar sin saber? ¿Qué esperanza es esa esperanza que no sabe lo que espera? Una esperanza que no sabe lo que espera es propiamente… la desesperación…»

«¿Qué puedo esperar -pensaba yo- de un Dios que así se complace en jugar conmigo, que me engolosina de esa manera con la inminente perspectiva de la felicidad, para hacerla desaparecer en el momento mismo en que yo iba a tenerla ya entre las manos? (…) No me someto al destino que Dios quiere darme; no quiero nada con Dios; con ese Dios inflexible, cruel, despiadado».

La noche del 29 al 30 de abril

Estaba en un callejón sin salida y el día tocaba a su fin. Era la noche del 29 al 30 de abril de 1937; Manuel García Morente enciende la radio para distraerse, en el momento en que estaban emitiendo «Pavana para una infanta difunta» de Ravel. Cuando acaba la interpretación de dicha partitura, radian la emisión de “La infancia de Jesús” de Berlioz.

Es mientras escucha esta última obra cuando el filósofo se ve sumergido en un estado de «deliciosa paz». En aquellos momentos de perplejidad radical, se abrió, sin proponérselo expresamente, al mundo de la belleza y de la honda expresividad de la música. Y de pronto se hizo en él una gran luz.

Comprendió que esa aparente indiferencia de Dios respondía a un profundo respeto por la libertad del hombre. Pensó que –como había dicho Pascal– no era justo que Dios apareciera de una manera tan manifiestamente divina que la adhesión del espíritu no fuera libre, ni de una forma tan oculta que no pudiese ser reconocido por quienes lo buscaran sinceramente..

 

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Autor

Antonio Gil-Terrón Puchades

Antonio Gil-Terrón Puchades (Valencia 1954), poeta, articulista, y ensayista. En la década de los 90 fue columnista de opinión del diario LEVANTE, el periódico LAS PROVINCIAS, y crítico literario de la revista NIGHT. En 1994 le fue concedido el 1º Premio Nacional de Prensa Escrita “Círculo Ahumada”. Ha sido presidente durante más de diez años de la emisora “Inter Valencia Radio 97.7 FM”, y del grupo multimedia de la revista Economía 3. Tiene publicados ocho libros, y ha colaborado en seis. Actualmente escribe en Periodista Digital.

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