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Carlos Dávila: «Feliz Navidad (o cosa así)»

“Cuando percibáis que la Tierra no obedece al hombre es que Dios anuncia el juicio final”

Carlos Dávila: "Feliz Navidad (o cosa así)"

De chiquillo, aún de pantalón corto, me dijeron anticipadamente: “Celebra esta Navidad como si fuera la última”. Pero aquella, la de esa vez, no fue la última aunque fue de las más felices. Sé que este adjetivo en esta sociedad de ahora marcada por la sequedad sentimental y por el desconocimiento de los buenos modos y las palabras dulces, tiene muy mala Prensa. Y Radio. Y Televisión. Y también Internet. Ahora esto no se lleva. He recibido un mensaje de una alcaldía pueblerina que sustituye dos palabras, Feliz y Navidad, por este concepto, deseo más bien, que es un arcano ya desvaído: “Que Dios se la depare buena”. Sospecho que la mención al Altísimo prefigura la identidad de el o los remitentes. Un izquierdista de pro, de los que se alojan hoy en los brazos de nuestro presidente, no se permitiría esta advocación, no fuera a ser que los progres de turno le recordaran que España no es confesional. Como si la cita de Dios tuviera algo que ver con la Procesión de la Virgen de la Regla, venerada sobre todo en Chipiona donde, una vez al año la cantaba Rocío Jurado como si le saliera del alma un gemido agosteño.

Ya las fiestas han sustituido sin ninguna ventaja a las navidades. El solsticio de invierno en el que la oscuridad tapa a la luz se conmemora ya en España como si se tratara de unas Fallas de diciembre. Es seguro que los bodoques que se remiten a este solsticio, no saben por qué lo hacen, lo suyo es derribar el Portal de Belén porque allí, de verdad, se dijo algo para la humanidad. En Belén, años atrás, estábamos de turismo, más que de piedad, hay que reconocerlo así, un grupo enjuto de periodistas. Nos quedamos un ratito, poco tiempo porque unas mocetonas de Flandes nos exigían su vez, e inesperadamente, sin que ninguno le hubiéramos pedido declaración alguna, un colega (lo de compañero se queda para la UGT del Metal) redactor científico a la sazón de El País, nos habló en alto con esta confesión: “Aquí -dijo- tiene que haber pasado algo”. Su credo era toda una pirueta agnóstica porque lo defendía con más torpeza que habilidad, y su creencia en aquel Niño nacido en Belén, como en los rezos de nuestra infancia, era manifiestamente mejorable, similar a las fincas abandonadas de los latifundistas venidos a menos.

Pocas veces puedo haber reconocido que aquel pasaje turbó mil reflexiones posteriores de mi persona. En esta sazón en que los perfumes de Dior y pastas de la Estepeña han mudado la apuesta por la ancestral Misa del Gallo, a lo mejor conviene dilucidar si “aquello” que notó nuestro viajero, tiene alguna virtualidad en, quizá, uno de los peores años de la reciente Historia de la Humanidad: el tiempo de un virus que ha supuesto una estocada en el mapa del mundo, muertes sin término mal contadas y peor disimuladas, montañas que se abren en canal para traernos el infierno a casa, aguas que  inundan hasta las jarras de beber… Una porción insufrible de desastres que personalmente me hace recordar los tremendos mensajes del padre Iraralagoitia de nuestra infancia: “Cuando percibáis que la Tierra no obedece al hombre es que Dios anuncia el juicio final”. Aquella constancia nos dejaba sin dormir.

Algo pasó desde luego en Belén. Efímero porque sólo lo recordamos una vez al año, pero permanente porque sucede cada doce meses. En esto, los latinos tan piadosos de cuna y tan barreneros de vida, no tomamos ejemplo de los rudos sajones. Hay un pueblo en Baviera, Rothemburg, escenario de innumerables cuentos de hadas, en el que la Navidad es diaria, un hábito. La villa entera está dedicada, en sus monumentos y su vida entera, a levantarse con la Navidad también un 28 de febrero o en pleno Oktberfest que, como el todo mundo sabe, se celebra en septiembre, porque en aquellos pagos octubre hiela los cuerpos de los festejantes. Una aparecida por Rotheburg te lleva a la conclusión de que también allí “ha pasado algo”, que los alemanes, más aún los bávaros, no pierden el tiempo en fruslerías sin trascendencia. Vayan por allí a ver qué les parece la cosa.

Y llegado aquí, este firmante, casi siempre cronista, se pregunta: Y ¿qué tiene que ver todo lo dicho hasta ahora con el título de este trabajo? No hay respuesta convincente. Sólo una aproximada: en la Historia del hombre, de este ser bípedo que tardó siglos en ponerse de pie a diferencia del Covid que en un cuarto de hora, muda la piel para hacerse más peligroso, lo que queda como residuo sólido, es que, pese a los augurios del jesuita mencionado, habrá más Navidades en la que el bozal de nuestras bocas habrá sido abatido por un nuevo Esquilache.

Que nosotros, todos, desde el infante mamón hasta el veterano de la gripe asiática que todavía padecemos, vamos para abajo y que a lo mejor nos debería dar placer mirar hacia arriba. Esta Nochebuena de este día, el más señalado del año, acabará y en doce meses vendrá para todo los resistentes que, a pesar de todo serán los más, una Buena de verdad, en la que el abrazo (el beso es para amantes) sustituya a ese chocar de puños que parece el saludo de Lenin con Stalin. Ni siquiera nuestros prebostes que nos atizan con sus embustes, su estulticia y su deplorable gestión, van a impedir que próximamente Dios, como en refranero secular, nos la depare Buena. Un cantar popular ya oxidado hablaba así: “No hay mejor señal de agua que cuando llueve”. Díganles a los hombres de campo si esta lluvia les mueve a la queja o a la esperanza. Vendrá otra Nochebuena que ya no tendrá que ser titulada con ese sarcástico y mal ángel: “O cosa así”. Yo la deseo. Os la deseo. Esa sí.

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