Te pasas la vida corriendo, persiguiendo sueños, hasta el día en que te sientas en el suelo y al hacerlo examinas lo qué ha sido tu existencia hasta entonces: no más que una carrera en círculo tras unos sueños que nunca pudiste alcanzar.
Es entonces cuando parado y sin hacer nada más, ves llegar hasta ti todas aquellas ilusiones que durante años perseguiste, y en ese momento pierden su magia, al ser desnudadas por la fría realidad; y te preguntas qué clase de burla cruel es esa, si los sueños se alcanzan el día que dejas de soñar.
Y al hacerlo descubres que es más perfecto desear que tener; soñar que lograr. Porque los sueños no son más que eso, sueños; lejanos anhelos inmaculados, libres de la sucia realidad que los velos de la distancia desdibujaron, ocultándola bajo un indulgente manto de piedad.
Aquellos sueños que en las horas más tristes nos permitieron volar a la búsqueda desesperada de una verdad diferente a aquella que nos hacía llorar.
Aquellos sueños que nos impulsaron a levantarnos para seguir corriendo ese maratón de esperanza, sin principio ni final.
Existir; llorar; soñar. Correr y vivir sin parar en un eterno sueño del que no queremos despertar.
