Posiblemente la difamación sea el arma más letal a la hora de perjudicar a la persona objeto de los celos o la envidia de los maledicentes; la más letal, y también la más repugnante y cobarde, amén de que la reparación del daño producido, por parte del difamador, es imposible.
Contaba a sus alumnos, el director espiritual de un seminario católico, que en cierta ocasión fue un hombre al confesionario, buscando la absolución. Su pecado consistía en haber vertido, en el bar de su pueblo, comentarios maledicentes sobre la honestidad de una mujer casada.
El confesor, tras escuchar atentamente al aparentemente contrito pecador, le dio una bolsa con confeti, añadiendo que debía de subir a lo más alto del campanario y lanzar su contenido al vacío, advirtiéndole que tuviese cuidado ya que el viento soplaba muy fuerte ese día.
Al terminar su “penitencia”, el difamador bajó a la nave principal de la iglesia para que el párroco le diera la absolución, pero cuál fue su sorpresa cuando el clérigo le dijo que antes de darle la absolución debía devolverle la bolsa, más todo el confeti que le había entregado.
El sujeto, contrariado, señaló que lo que le pedía era imposible, ya que el viento había desperdigado los minúsculos y livianos papeles, en mil direcciones.
Devolver lo robado es relativamente fácil; compensar a la víctima por las heridas infringidas, es posible; pero limpiar el buen nombre del difamado y dejarlo sin la mínima sombra de sospecha, es humanamente imposible.
Sobre el confeti esparcido en perjuicio de Isabel Díaz Ayuso, la Justicia dirá si merecido o no, los responsables han cometido un ´delito de lesa patria´, porque amén del daño irreparable que han provocado, lo peor de todo es que han matado la esperanza… Exactamente lo que buscaban.