El río -ya desbordado- seguía creciendo, mientras Miguel, el sacristán de la iglesia del pueblo, encaramado en la azotea de la casa parroquial, rogaba insistentemente: “¡Padre, sálvame! ¡Padre, sálvame! ¡Padre, sálvame!”, al tiempo que las pardas aguas, imparables, seguían subiendo.
En ese momento aparece una embarcación de Protección Civil y le piden al hombre que suba. Miguel se niega, y les responde diciendo que él no piensa moverse de allí, porque Dios lo va a salvar. Los hombres de la embarcación se encogen de hombros, y prosiguen su camino.
El agua sigue ascendiendo cada vez más deprisa, mientras Miguel continúa rezando cada vez más rápido: « ¡Padre, sálvame! ¡Padre, sálvame! ¡Padre, sálvame!».
Aparece un bote neumático de la Cruz Roja, pero Miguel se vuelve a negar a abandonar el tejado. Cuando el agua ya le llega por la cintura, sobrevuela sobre su cabeza un helicóptero de la Guardia Civil, desde el que le lanzan un cable que Miguel se niega a coger. Finalmente, las aguas lo arrastran y el sacristán muere ahogado.
Al llegar al Cielo se dirige directamente a Dios y le dice: «Padre, ¿por qué no has escuchado mis suplicas… por qué no me has salvado?» A lo que Dios le responde: «Sí que te he escuchado, hijo mío; ¿quién crees que te ha enviado, por tres veces, la ayuda necesaria para ser rescatado y salvar la vida?».
Y es que no siempre somos capaces de comprender las respuestas que Dios da a nuestros ruegos e interrogantes, como tampoco somos capaces de reconocer a Cristo en nuestro prójimo.
Los silencios de Dios, a veces son muy elocuentes; tan solo es cuestión de prestar atención a nuestro alrededor para descubrir su respuesta.