Fueron tiempos duros, pero repletos de ilusiones y esperanzas, y de aquel parto nació la -hasta entonces inexistente- clase media española, con más callos en las manos que estudios en la sesera, pero que con su laboriosidad honesta, callada y entusiasta, fueron capaces de construir una nueva España sobre las cenizas que la guerra y la muerte olvidaron en su partida.
Mientras los padres se ´deslomaban´ para que sus hijos fuesen más que ellos, los vástagos de aquella generación del 600 y la tortilla de patata, hacíamos ´footing´ delante de los grises en la Universidad, mientras escuchábamos al muy ´chic´ y ´políticamente incorrecto´, Juan Manuel Serrat, un personaje anacrónico que se hizo rico cantando contra los ricos.
Atrás quedó la tortilla de patata y el 600 con su salpicadero decorado con el entrañable “no corras papá”. Atrás quedaron aquellos tiempos en los que tan solo los canallas ingresaban a sus mayores en los asilos de ancianos.
Aquella clase media, que previamente macerada por los famosos mercados financieros, y perfectamente desestructurada por los cánones actuales de lo que ´mola´ y es ´guay´, forman hoy disciplinada fila frente a los antiguos comedores de la beneficencia, cuando no, están escarbando en los contenedores de basura de los supermercados.
Mientras, las amamantadas ONG de nuevo cuño y diseño, buscan desarrollar su no siempre transparente labor, en lugares exóticos y lejanos, propios del turismo de aventura, antes que preocuparse por solventar la miseria que tienen delante de sus políticamente correctas´ putas narices.
Aquella clase media, de la que fui hijo e incómodo testigo, para aquellos que hoy pretenden reescribir la Historia, a golpe de decreto ley.
