Y al mirar por la ventana, vi la tormenta acercarse por el valle, enfilada hacia mi casa. Y al oír rugir el viento, salí fuera, pero Dios no estaba en el viento.
Entonces comenzó a llover, y el rápido crecer de las aguas reflejó un cielo ennegrecido del que el agua incontenible manaba.
Pero Dios no estaba en el agua.
Y un rayo iluminó el cielo, y entonces vi que Dios no estaba en el cielo, ni en el rayo, ni en las aguas. Y encogido por el estampido del trueno, desamparado oculté el rostro entre mis manos mojadas. Entonces oí un plañidero lamento a mis espaldas. Y me di la vuelta, pero no vi nada.
Giré sobre mis pasos, buscando entre los charcos un camino hasta casa, y al llegar a ella vi que Dios tampoco estaba.
Ni en el cielo, ni en el rayo, ni en las aguas… ni en mi casa.
Volví a escuchar el lamento y miré por la ventana.
Fuera, temblando de frío y con las ropas empapadas, un anciano caído en el suelo, herido sangraba.
Salí corriendo, y cogiéndolo en brazos noté como su liviano cuerpo temblaba. Y al traspasar la puerta por la que a mi hogar se entraba, me sentí desvalido al recordar que Dios no estaba; y vi que todo era silencio y oscuridad cerrada.
Cayó un nuevo rayo, que resplandeciendo iluminó toda la sala; fue entonces cuando mis ojos, como obligados, miraron el espejo colgado al final de la estancia, viendo reflejado a un hombre que con ternura a otro en brazos llevaba. Entonces supe por fin dónde Dios estaba.