Ingeniero Mecánico y Licenciado en Derecho y Escritor

En las Tonga, hace 241 años

Catedrático de E. Secundaria (J)

En las Tonga, hace 241 años

En las Tonga, hace 241 años, un buque español al mando de un Alférez de Navío coruñés que llegaría a general por méritos extraordinarios, avistó y señaló en sus cartas las dos islas que explotaron en enero de este año, poniéndoles nombre por primera vez en la Historia, causando el cataclismo atmosférico del que nos avisaba en sus páginas Periodista Digital.

Pocas jornadas después, su derrotero pasará casi exactamente sobre los puntos en los que otras dos tierras, también en las Tonga, habrían de nacer, morir y renacer, por causa del mismo proceso geológico, transcurrido más o menos un siglo. Y semanas antes, en el transcurso de su navegación y con notable coincidencia de trágicos destinos, había avistado otra, la más septentrional de ese archipiélago, que habría de sufrir la misma clase de cataclismo muchos años después, y de la que hoy no quedan sino desoladas trazas. También la puso nombre, esta vez con un topónimo funestamente precursor.

El comandante de ese navío era uno de los mejores marinos del siglo XVIII, perfectamente comparable a Cook o a Bougainville, y aún superior. Desde luego, como en España no puede ser de otra manera, su nombre es prácticamente desconocido, aunque en 1779 hubiese formado parte de la expedición española que tomó posesión del golfo de Alaska, en nombre de Carlos III. Aunque fuese el único que se había atrevido -¡y con éxito!-, a cruzar el océano Pacífico, de Méjico a Filipinas, en una nave tan pequeña que la bautizaron como La Mosca, y que fue conservada durante décadas en Cavite, el Arsenal de Manila, para asombro de un mundo que no podía creer semejante hazaña.

Y aunque, según su Hoja de Servicios, tomase parte en cuarenta y un ataques a Gibraltar. Se llamaba Francisco Antonio Mourelle de la Rúa y había nacido en San Adrián de Corme, provincia de La Coruña, el día 17 de junio de 1755. Y en 1781 mandaba la fragata Princesa, el barco desde cuyo puente avistó las islas de Hunga-Haapai y Hunga-Tonga, esas que el pasado día quince acaban de explotar y de las que ya no queda nada, salvo vapor de agua en las capas más altas de la estratosfera, tal y como nos informa hoy El Debate, cenizas volcánicas por doquier y, respetuosamente guardadas, las de quien vio por primera vez esas tierras con ojos españoles y reposan en Cádiz, en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando.

Porque sucedió así, y hay que saberlo, porque por allí anduvieron enredados -¡y donde no!-, los españoles: Mourelle descubrió el norte del archipiélago de Tonga el 26 de febrero de 1781, cuando regresaba desde Manila a Nueva España. Y lo hizo justo a tiempo, desesperadamente a tiempo, porque en la Princesa llevaban semanas sufriendo lo que no está escrito. Cuando en el extremo norte del archipiélago de Tonga apareció en el horizonte la primera isla que encontraron, su tripulación ya estaba medio alucinada y hambrienta, con el agua racionada en una tercera parte.

Además, padecían a bordo algo nunca visto, que parece más propio de la imaginación del Bosco que de la realidad: una deletérea invasión de cucarachas que a millones salían desde la sentina del barco y ocuparon la fragata entera, presas del hambre, con el objetivo de devorar lo único comestible que a bordo quedaba: los marineros. Parece increíble, pero fue así.

Y semejante pesadilla iba con todos, pero con algunos más que con otros. Estremecedoramente, escribe Mourelle en su Diario que se vieron afectados aquellos “que por la suavidad y dulzura de sus carnes ofrecían agradable pasto, y no hallaban paraje a propósito en el buque donde refugiarse de la temible persecución de las cucarachas; y hubo muchos cuya frente y cejas y yemas de los dedos amanecían diariamente descarnados hasta soltar sangre”. No sabemos hoy cuántos serían esos desgraciados, pero pocas veces se ha descrito algo tan dantesco. Debió de ser un verdadero infierno…

Y que, lógicamente, provocó la reacción contraria cuando su vigía avistó por proa aquella isla desconocida, que les prometía el final de sus padecimientos y que supuso en aquellos náuticos Carpantas que “cada cual pensara en las frutas deliciosas que su imaginación le hacía esperar”. Pero al acercarse la vieron seca y desértica –era un volcán, al fin y al cabo-, y ni siquiera pudieron saltar a tierra.

Terriblemente decepcionados, la llamaron, con mucha razón, Amargura (hoy es la isla de Fonualei), y siguieron su rumbo hacia el Sur. Con justicia poética, esta Amargura explotaría en 1846 en un desastre volcánico como el que hemos conocido hace pocos días. Buen viaje le fuera… Desde entonces no ha levantado cabeza: Apenas queda de ella un cráter y unos bancos de lava solidificada. Y el espantoso recuerdo del asunto de las cucarachas.

Misericordiosamente, un día después la fragata descubriría el grupo de islas que bautizaron como de Martín Mayorga, en honor del entonces virrey de Nueva España, y que hoy aparecen en los mapas como Islas Vavao, donde por fin encontraron descanso y abundancia entre los naturales, que se mostraron amables y obsequiosos, y veían por vez primera un hombre europeo. Y, lógicamente, se quedaron para descansar. Por cierto que en el magnífico fondeadero que Mourelle llamó Puerto Refugio –que todavía se llama así, pero en inglés-, perdieron el ancla de la Princesa, que debe de estar allí, en el fondo arenoso a treinta o cuarenta brazas de profundidad.

En este mismo sitio, doce años después, atracarían las corbetas Descubierta y Atrevida, de la expedición científica española de Malaspina y Bustamante. Terminada su estancia de quince días en Vavao, y con el pesar de todos, los de Mourelle pusieron nuevamente rumbo Sur, atravesando el segundo gran enjambre de islas que forman el bello Reino de Tonga, éstas en parte ya visitadas por Tasman y Cook, que hoy forman el grupo de las Haapai, y que los nuestros denominaron de José de Gálvez, en honor de quien era Visitador de Nueva España, (tío carnal del otro Gálvez, Bernardo, el héroe de Pensacola, el del famoso asalto que le valió el lema magnífico de “Yo sólo”).

La Princesa navegó con gran pericia por esas peligrosas aguas, donde poco después cruzaría su estela la Bounty del capitán Bligh -para mayor gloria de Trevor Howard y Marlon Brando-, y cuyo famoso motín tendría lugar allí mismo, a pocas millas. Y el veintidós de marzo de 1781 avistaron dos pequeñas islas de unos pocos kilómetros cuadrados, que Mourelle nombró por vez primera como Las Culebras y que hoy se llaman o, mejor dicho, se llamaron hasta antes de ayer, Hunga-Tonga y Hunga–Haapai, donde el día quince de Enero surgió el volcán submarino que ha explotado haciéndolas desaparecer, y que están dibujadas en el extremo inferior izquierdo de su Carta.

La peligrosidad de sus costas, rodeadas de rompientes, no les impidió acercarse para seguir su rumbo a Nueva España, en un viaje digno de una novela de aventuras. Entonces Las Culebras les parecieron muy poca cosa, porque lo eran, ciertamente, pero ya hemos visto las sorpresas que guarda la geología del lugar… Antes navegaron por encima del punto donde exactamente un siglo después surgió la isla de Falken, o Falcon, (hoy Fonuafo’ou), que también desapareció en parte en 1885, y pasaron muy cerca de las aguas donde estaba la isla de Metis, que desaparecería en otra convulsión de origen volcánico en 1898, para surgir después, en el mismo sitio, ya en 1979, con el nombre de Lateiki.

No es extraño que con tanto movimiento tectónico, Tonga sea el único estado del mundo que en el siglo XX reclamó nuevas tierras y que las cartas marinas que levantó La Princesa hayan quedado en parte obsoletas. Qué hubiera pensado hoy de todo ello el gran marino español es algo que no podemos saber, salvo lamentar, como hombre de bien, el olvido de su viaje y la terrible catástrofe que ha asolado ese hermoso país.

El fantasma de las desaparecidas Islas Culebras que él bautizó todavía podrá verse por un tiempo: seguramente la inercia o la memoria de Internet lo hará posible. Más complicado es saber por dónde anda ahora el de su padrino, Francisco Mourelle de la Rúa. El estruendo de la explosión sin duda le ha despertado de su sueño de siglos, pero apetece pensar que no estará muy lejos de aquellas aguas.

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