Perdemos más tiempo y energías en explicar el porqué de las guerras que en evitarlas. La palabrería es innata a la guerra, sobre todo a la hora de justificar ésta como el tributo que debemos pagar para construir una sociedad cada vez más justa; aunque lo cierto es que crecemos con cada guerra, pero no en justicia, sino en brutalidad y destrucción.
Se montan guerras con la excusa de defender los derechos humanos de la población civil, y paradójicamente se masacra indiscriminadamente a esa misma población civil cuya defensa sirvió de excusa para el inicio de la contienda. Sobre las tumbas de los inocentes se pondrá el epitafio de “daños colaterales”, y aquí paz y allá gloria.
Y es que al igual que tras cada incendio forestal se mueven grandes sumas de dinero, tras cada guerra sucede más de lo mismo… pero multiplicado por 100.000.
Negocio de la industria armamentística sumado al negocio de la reconstrucción de las zonas arrasadas.
Una diabólica pescadilla que se muerde la cola ante la mirada idiotizada de una sociedad civil que nunca fue capaz de alcanzar su mayoría de edad.
En eso es en lo único que ha avanzado la humanidad: en hacer de la guerra un puerco y rentable negocio, tan legal como asumido.