Y vimos pasar a los ángeles, como cada atardecer; lejanos, majestuosos, altivos, distantes de nuestra mundana pequeñez.
Y al mirar el Cielo lejano, empezamos por fin a comprender que en realidad nunca fuimos más que frágiles criaturas, mitad ángel, mitad demonio, hijos salvajes de un Dios de Amor al que cegados por la soberbia, nunca quisimos entender.
Criaturas orgullosas y obstinadas que -en su libertad- caían y se levantaban, para de nuevo tropezar y caer, y en cada caída descubrir nuevas cimas que escalar; nuevas metas que alcanzar, nuevas vidas que morir, nuevas muertes que vivir, nuevas batallas que librar.