El inicio de nuestros problemas se debe a que las luces de la razón dejaron de brillar en Occidente la segunda década del pasado siglo

Cuando la sinrazón y la destrucción se apoderaron de Occidente y también de Oriente

No hay que ir muy lejos para saber que no se puede crecer constante e ilimitadamente en un planeta pequeño y limitado

Cuando la sinrazón y la destrucción se apoderaron de Occidente y también de Oriente

as grandes amenazas que hoy día se ciernen sobre el futuro de la humanidad comenzaron hace decenas de años. No se entiende por qué nuestros antepasados que fueron conscientes de las mismas, no las solucionaron. Era fácil hacerlo entonces. Hoy día casi imposible.

No lo hicieron porque la gran mayoría de los dirigentes estaban más preocupados por mantenerse en el poder a corto plazo, que por solucionar los problemas que podían desestabilizar con el tiempo la vida de los ciudadanos. Actualmente sucede lo mismo.

A veces incluso se magnifican unos temas y se minimizan otros, a los que no se le da la importancia y la prioridad debida. Poco contribuye a resolver la situación, que el secretario de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, nos diga que avanzamos hacia “el infierno climático”. El cambio climático generará muchos traumas, pero no es el Apocalipsis. Si este se produce desgraciadamente algún día, lo será por un conflicto nuclear o por el desarrollo incontrolado de la biotecnología y la inteligencia artificial. También si a la Naturaleza le da por provocar una extinción masiva en el planeta, lo que ya ha hecho 5 veces antes.

El inicio de nuestros problemas se debe a que las luces de la razón dejaron de brillar en Occidente la segunda década del pasado siglo, cuando Europa “el continente más civilizado del mundo”, decidió descender a los infiernos con la Primera Guerra mundial 1914 – 1918, sin que sepamos hoy todavía las razones de esta locura.

Comenzaron a apagarse en Oriente, cuando los países en desarrollo optaron por la explosión demográfica, sin control alguno, lo que tarde o temprano dificultaría que consiguieran un alto nivel de vida. No hay que ser malthusiano para saber que la riqueza si se crea, lo que no es fácil, se destruye en los países en que las bocas son más numerosas que los panes.

Palidecieron y se debilitaron sensiblemente tanto en Oriente como en Occidente cuando las dos grandes potencias que se repartían el poder, Estado Unidos y Rusia, se enfrentaron para conseguir la hegemonía mundial. Potenciaron el desarrollo económico y tecnológico sin control, especialmente el militar, que ha sido uno de los grandes motores de la destrucción del siglo XX. Ahora puede que nos encontremos en una situación de guerra fría entre Estado Unidos y China, peor que la del siglo pasado.

Y se apagaron del todo en la Segunda Guerra mundial, cuando otra vez Europa y algunos países más, decidieron de nuevo descender a los infiernos, de donde estuvimos a punto de no salir. En 1945, cruzamos un límite que jamás debimos pasar, cuando una serie de científicos superdotados, casi todos occidentales, ambiciosos y sin escrúpulos, financiados por el gobierno norteamericano, convirtieron la energía nuclear en armas de destrucción masiva. Se materializó este disparate cuando Harry S. Truman, presidente de Norteamérica, decidió lanzar una bomba atómica en Hiroshima el 6 de agosto y una segunda en Nagasaki el 9 de agosto de ese año. Ninguna de ellas era necesaria para conseguir que se rindiera Japón. Se podrían haber arrojado, si ese era el motivo, en algún atolón desierto del Océano Pacífico. Fue un acto criminal sin precedentes.

A partir de entonces supimos que el desarrollo científico- tecnológico había puesto en nuestras manos “la capacidad de acabar con todas las formas de pobreza del mundo y de destruir todas las formas de vida humana existentes”, como dijo John F Kennedy en 1961. Y también que la maldad y la estupidez humana no tenían límites ni tampoco nuestra pasión por reproducirnos sin medida, unido a una incontrolable ambición de poder y riqueza, aunque ello exija destruir o subyugar a cuantos humanos se interpongan en el camino.

Era evidente que se imponía en la Conferencia de Paz en Paris de 1919, crear un nuevo orden internacional, reducir sensiblemente el desarrollo científico, demográfico y económico, si se quería que en el futuro hubiera un planeta sostenible. No lo hicimos.

Había que haber parado el crecimiento de las fuerzas destructivas que genera la tecnología militar, que hicieron posible las dos mayores “matanzas industriales” de seres humanos en la historia. Y potenciado sus fuerzas creativas que nos habían permitido un alto nivel de riqueza y bienestar e importantes avances en materia de salud y sanidad.

Se debía haber detenido la explosión demográfica porque ya se sabía que “a diferencia de los animales, las aves y los peces, cuyos impactos los regenera la Naturaleza en seguida, los humanos destruyen los bosques, queman combustibles fósiles, desecan marismas, contaminan ríos y océanos, los humanos destruyen los bosques, saquean la tierra en busca de minerales, petróleo y otras materias primas.” etc, como dice Paul Kennedy en su libro “Hacia el siglo XXI”. Estas actuaciones deterioran el medio ambiente, destruyen la biodiversidad, polucionan por doquier. Y permanecen. Siempre que crecemos, destruimos mucho o poco. Destruimos más cuanto más somos. Y los países desarrollados destruyen bastante más que los que se encuentran en vías de desarrollo. Cuando estos últimos alcancen un digno nivel de vida, el cambio climático se disparará.

Tardamos 200.000 años desde que vinimos al mundo en ser 1000 millones de personas. Fue en 1804.  En 1950 poco después de las Segunda Guerra mundial éramos unos 2500 millones de personas. Desde hace algo más de un siglo estamos creciendo 1000 millones de personas cada 25 años.  En estos días hemos alcanzado la cifra de 8000 millones. Una insensatez.  Es la Madre de casi todos los problemas que nos afectan. Fácil de resolver, incomprensiblemente no lo hicimos, y seguimos creciendo.

No hay que ir muy lejos para saber que no se puede crecer constante e ilimitadamente en un planeta pequeño y limitado; máxime porque solo podemos vivir decentemente gracias a una fina capa que lo envuelve, la Biosfera, que empezamos a deteriorarla cuando iniciamos la Revolución Industrial y seguimos haciéndolo, lo que no había sucedido anteriormente.

Seamos optimistas o pesimistas, queramos aceptarlo o negarlo, nos encontramos al borde del precipicio. La solución no pasa solo por eliminar los gases de efecto invernadero. Es necesario, pero no suficiente. Basta saber que las emisiones diarias de CO2 disminuyeron el 17% debido al menor desarrollo económico durante la pandemia. Una vez superada han aumentado un 5,9% durante el 2021 y un 14% durante los cinco primeros meses del 2022, según datos del Observatorio de la Sostenibilidad.

Si queremos evitar el calentamiento global y que en el futuro pueda existir un planeta sostenible, no queda más remedio que cambiar el modelo de desarrollo. Y eso es harina de otro costal. Si algún líder político se atreviera a tomar las medidas necesarias que realmente pudieran evitar el deterioro medioambiental, perdería el poder al día siguiente. Desestabilizaría el sistema. Posiblemente ni siquiera lo votarían los más fieles creyentes a la nueva religión verde que está de moda.

Hasta la fecha nadie sabe cómo compaginar el reto de satisfacer las necesidades básicas de 8000 millones de personas sin destruir el medio ambiente, dado que casi un 60%, unos 4500 millones, no las tienen cubiertas. En un reciente artículo publicado en El País el 15 de noviembre podemos leer que “según los expertos, el modo y calidad de vida europeos (de los países ricos) empezando por el sistema de pensiones y de cobertura sanitaria, no se sostiene con la actual pirámide demográfica invertida”, es decir, en los países desarrollados porque cada vez son más las personas mayores y menos los jóvenes, y en los países en vías de desarrollo porque no podrán alcanzar nuestro actual nivel de bienestar, debido a que se lo impide su excesivo crecimiento demográfico.

De ahí que nuestro ínclito y demagogo presidente Pedro Sánchez, asombrara a los asistentes de la reciente Cumbre del Clima de Egipto, cuando les dijo que la solución es pasar de una vez por todas de las palabras a los hechos. El gran Edward Gibbon, escribió “La caída de Roma fue el efecto natural de la grandeza desmesurada. La prosperidad maduró el proceso de putrefacción…, su ruina fue un ejemplo de que nunca permanecen las grandes creaciones humanas”. Sic transit gloria mundi.

 

Jerónimo Páez

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