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Erase una vez un alpinista que llevaba toda su vida preparándose para conquistar la cima de una montaña. Por fin pudo un día cumplir su sueño y tras los preparativos pertinentes, comenzó la escalada a la cumbre de sus sueños.
Cuando tan solo le restaban unas decenas de metros para coronarla, una espesa niebla envolvió al aventurero al tiempo que se desataba una dantesca ventisca de nieve. En un momento determinado el hombre pierde el apoyo y se precipita en un abismo lechoso e insondable.
En los largos segundos de su caída, su vida pasó vertiginosa ante sus ojos como el tráiler de una película, y es entonces cuando el hombre se acuerda de aquel Dios de su niñez, del que su madre tanto le hablaba. Ese mismo Dios que conforme el niño había ido creciendo, fue olvidando, al no caber éste en su mundo; un mundo consagrado al dios Éxito y la diosa Ambición, con su liturgia diaria del codazo y la zancadilla.
Pues bien, en esos angustiosos momentos en los que – para su salvación – ya no valían codazos ni zancadillas, y ni siquiera tenía a quien agarrarse, aunque tan solo fuera para arrastrarlo en su caída y tener el torpe y egoísta consuelo de no morir solo, en esos críticos momentos el hombre se encomendó al Dios de su infancia:
– ¡Dios mío! ¡Sálvame! [Exclamó el hombre en su desesperanza]
En ese mismo momento, la cuerda se tensó deteniendo bruscamente su vertiginosa caída, quedando su cuerpo suspendido en medio de la cerrada bruma. Había conseguido, temporalmente, salvar su vida, pero sin embargo pronto comenzaron a aparecer en su cuerpo los primeros síntomas de hipotermia.
Viendo, el hombre, que tan solo ya era un problema de tiempo que la muerte lo besara, se dirigió de nuevo al Dios de su infancia:
– ¡Dios mío, por favor te lo suplico! ¡Sálvame!
En esos momentos el hombre oyó en su interior una voz que le decía:
– “Si quieres salvarte, si quieres vivir, corta la cuerda”.
Al hombre le faltó fe y, amén de gritar desesperado el consabido: ¡Socorro!… ¿Hay alguien más?, no cortó la cuerda y terminó muriendo por hipotermia, en medio de la agobiante niebla.
Unos días después, los periódicos de la zona recogían, en las páginas de sucesos, el siguiente titular:
«Hallado alpinista, muerto congelado, suspendido de una cuerda, a tan solo cincuenta centímetros del suelo».
Aquellos creyentes de domingo y fiestas de guardar, o aquellos que tan solo se dirigen a Dios cuando llega la tormenta, suelen esperar una respuesta envuelta en deslumbrantes luces celestiales y sonido de angélicas trompetas, y es por ello que son incapaces de ver el milagro que se manifiesta a diario en sus vidas, con sencillez, sin artificios extraños, ni sucesos ´anti natura´. Esos pequeños y grandes milagros que van solucionando nuestros problemas, sin necesidad de quebrantar las leyes de la Naturaleza; manifestándose Dios dentro de nosotros mismos, o través de nuestros semejantes.
Tan solo hay que pedir, observar, presentir la divina presencia, sentir su mano y cogerla, y el milagro se obrará, siempre y cuando lo que pedimos para nuestro bien no implique la desgracia para otros, porque para satisfacer ese tipo de peticiones ya está el diablo.