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Uno de los sabios consejos que mi padre jamás se cansó de repetirme era que mantuviese una saludable distancia de seguridad con los tontos, ya que éstos tienen el peligro de su imprevisibilidad.
La conducta del malo, del enemigo, si este no es tonto y tiene un mínimo de inteligencia, es perfectamente predecible y poco se desviará del guion previsto, con lo cual ya nos cuidaremos, muy mucho, de darle la espalda.
El tonto, por el contrario, es imprevisible y poco importa que éste sea amigo o enemigo, porque siempre nos sorprenderá con sus ilógicas reacciones que no solo le harán caer a él, sino que -si estamos cerca- nos arrastrará en su torpe e inconsciente caída.
Frente a un toro bravo se mantiene la distancia y no se le da la espalda.
Sin embargo si vemos acercarse un toro manso, seguramente nos confiaremos, corriendo el peligro de que al pasar por nuestro lado gire su testa para contemplar el efímero vuelo de una mosca, y al hacerlo nos dé una cornada en el hígado.
Lo más triste del caso es que el manso animal continuará su camino tan feliz sin percatarse del daño irreparable que acaba de provocar.