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Los hay que no piensan; los hay que piensan fríamente con la mente; los hay que piensan con las tripas empachadas de rencor, envidia y odio; y hasta los hay que piensan con el culo.
Hay otros de los que se dice que piensan y actúan, no con la cabeza, sino con el corazón. Pero claro, el corazón no piensa; todo lo más, siente. Sin embargo, el corazón no deja de ser más que un músculo que bombea sangre; luego tampoco puede sentir, ni hablarnos. Pero a pesar de ello decimos: “La cabeza me decía una cosa, y el corazón otra diferente. Hice caso al corazón y acerté”.
¿Por qué atribuimos al corazón unas cualidades que indudablemente no posee?
Lo que ha sucedido es que con el transcurso del tiempo, y la adaptación del lenguaje coloquial a los modismos considerados como “políticamente correctos”, se ha sustituido el: “¡la respuesta que le di, me salió del alma!”, por: “¡la respuesta que le di, me salió del corazón!”.
Pero por mucho que cambie la terminología, lo que no podrán conseguir es que el corazón deje de ser un simple músculo que bombea sangre, para convertirse en un trozo de carne capaz de amar, odiar, o emocionarse.
Entonces, si no es en el corazón, ¿dónde se esconden el amor y el odio, el bien y el mal, en el ser humano? ¿En el cerebro? Pues según la neuróloga Isabel Güell, va a ser que tampoco.
En este orden de cosas, la doctora en medicina y especialista en neurología, Isabel Güell, escribía en su blog: «…la maldad con mayúsculas no la he visto nunca en ningún paciente neurológico. Ángeles o demonios. Tampoco la bondad anda suelta por las esquinas, ni la enfermedad cerebral la desencadena. Así pues, buenos o malos, ángeles o demonios, ¿dónde os escondéis?».
Que cada uno mire en su interior…, o mejor aún, se lo haga mirar.