Esta mañana he visto pasar junto a mí, ensimismada con sus quehaceres diarios, a una laboriosa hormiga. Y es curioso que a pesar de la abismal diferencia de tamaño, me ha ignorado olímpicamente como si yo no existiera y ella fuera el ombligo del universo. Es entonces cuando me he percatado de que si bien yo podía verla, ella no podía verme a mí.
No somos capaces de poder percibir más que pequeños trozos del Universo, dejando el resto a la imaginación y la extrapolación matemática, y sin embargo, en base a esto, no nos damos cuenta de la obviedad, casi idiotismo, que comporta el decir que no podemos ver a Dios.
Cómo pretendemos ver a Dios si no somos capaces de poder ver mínimamente el Universo que Él creó y del que formamos parte.
Pero el Universo, a diferencia de su Creador, carece de voluntad propia para mostrarse o no al hombre. Simplemente está ahí de una manera pasiva, ya que de lo contrario, posiblemente hace tiempo nos hubiera extirpado como se hace con un grano enquistado.
Por el contrario, Dios sí que puede mostrarse a voluntad a quien quiera, cuándo quiera y cómo quiera, aunque para ello, para que podamos vislumbrarlo, tenga que hacerse pequeño, al igual que un padre, por amor, se pone en cuclillas delante de su hijo para que este lo pueda entrever en su conjunto y no a trozos, como si de un puzle se tratara.
Cada vez que me pregunto cómo puede amar Dios a ese trasto llamado hombre, miro con amor a mis hijos, con sus luces y sombras, y entonces lo entiendo. No hay negocio ni lógica en el amor. Por eso, aún cuando ya no esté, mi amor los sostendrá siempre.
Solo pensando en Dios como Padre, soy capaz desde mí pequeñez, de comenzar a comprenderlo, aunque nunca pueda abarcarlo.