En la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) se agolpan pleitos planteados por abogados pillos, organizaciones cuentistas y tontos útiles ávidos de fama para que se declare que la falta de acción sobre el cambio climático es una violación de los derechos humanos.
El último en llegar a Estrasburgo ha sido el de seis jóvenes portugueses de entre 11 y 24 años que demandan a 32 países (los 27 de la Unión Europea más Gran Bretaña, Suiza, Noruega, Rusia y Turquía) porque “la falta de rápidos recortes de emisiones de gases de efecto invernadero -que permitirían limitar el aumento de la temperatura global- vulnera su derecho a la vida y su derecho a la vida privada y familiar”. Los seis evocan “las cenizas de los incendios que caían en nuestro jardín” a causa de los fuegos forestales que acontecieron en Portugal en 2017, y lo seis, instruidos por sus letrados, aseguran que “sufren alteraciones en los patrones de sueño, problemas respiratorios y alergias que se han visto agravadas por las subidas de las temperaturas”. El sempiterno ritornello.
Este caso se suma a dos previos y similares llegados al TEDH: una demanda presentada por las “abuelas suizas” del clima (que encantador título marketiniano para mover a la compasión) contra su país, al considerar que “sus vidas y su salud están amenazadas por las olas de calor causadas por el cambio climático”. Y otra del exalcalde francés Damien Carême contra Francia, que sostiene que “el cambio climático es una violación de los derechos a la vida y al respeto de la vida privada y familiar” (constaten la similitud de argumentos de los tres casos).
Todas estas causas caben entre las que comenta Pablo de Lora, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, en su libro Los derechos en broma, en el que pone el acento en la moralización de la política en las democracias liberales y en la corrupción grave de la ley, y afirma que “legislar con espíritu moralizador degrada el ideal de la ley y los derechos humanos”. En su exposición cita a Jeremy Bentham y su crítica a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 porque descansa en un conjunto de “misteriosas entidades metafísicas” (los “derechos”), carentes de referente empírico alguno, y a Edmund Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa, en las que subraya que los “derechos del hombre” son un torpedo en la línea de flotación del Estado que se llevará por delante todos los ejemplos de la antigüedad, todos los precedentes, convenciones y leyes del Parlamento. Para Burke no hay derechos prepolíticos: “Los hombres no pueden ser titulares de derechos propios de un estado incivil y de un estado civil a la vez. Para lograr la justicia, el hombre renuncia a su derecho a determinar qué es justo en los asuntos que le son esenciales. Para afianzar alguna libertad, delega toda su libertad”.
A juicio de Lora, “la ley se ha pervertido de manera flagrante y demasiado frecuente. Basta con echar un vistazo a las exposiciones de motivos de muchos de nuestros textos legislativos para comprobar que se han convertido en manifiestos de propaganda política en los que volcar altisonantes compromisos ideológicos y partidistas”. Y de ejemplo dos casos: En una pomposa “Declaración de los Derechos Humanos Emergentes”, del Institut de Drets Humans de Catalunya (2009), se declaran, entre otros derechos humanos, el derecho a la “identidad de género”, al “paisaje” y a “la ciudad”. Y en los años de Manuela Carmena como alcaldesa de Madrid el Consistorio elaboró un “Plan Estratégico de Derechos Humanos para el Municipio de Madrid” (2017-2019) que, entre sus muchas metas figuraba la de “Reforzar su apuesta por una cultura del respeto a los derechos humanos, la convivencia, la mediación, el diálogo y una cultura de paz, a través de un cambio de paradigma de la seguridad que ponga en el centro los derechos humanos de las personas que viven en Madrid y la prevención de todo tipo de violencia interpersonal (…)”
Los excesos retóricos de los actuales preámbulos al articulado apuntan a que el Legislador concibe a los destinatarios de esas normas como párvulos y no como agentes autónomos y racionales. Y ante toda esta quincallería la pregunta que nos hacemos es qué llegará antes: el sentido común y el fin de la estupidez o el fin de la humanidad.