Hombres de Estado esos que -como dijo Noel Clarasó- se pasanla mitad de su vida haciendo leyes

El origen de la casta

Y la otra mitad ayudando a sus amigos a no cumplirlas

El origen de la casta

Existe un pasaje del Antiguo Testamento que pese a los miles de años pasados desde su redacción, sigue estando de plena y vergonzosa actualidad.

En el momento que acontece el relato, el pueblo de Israel se hallaba gobernado por una Teocracia, es decir, un Gobierno de Dios. Habían unas sencillas leyes de origen divino (o de Derecho Natural, si usted así lo prefiere) perfectamente conocidas por los israelitas, siendo los sacerdote-jueces los encargados de velar por su cumplimiento. Pero los hijos de estos sacerdotes-Jueces tomaban “lo mejor de las ofrendas para sí mismos”. Se daban a la avaricia, el soborno y pervirtieron el derecho (1ª Sam 2:14; 8:3).

En un momento determinado los hebreos se dirigen al profeta Samuel que era el “portavoz oficial” de Dios, para comunicarle que ellos, lo que deseaban era un rey, similar al que tenían los pueblos vecinos. Un rey que fuese capaz, en un momento determinado, de armarse y marchar al frente del ejército en el campo de batalla. Un rey, empleando la barriobajera terminología actual, ´guay´, de esos que ´molan´ y van de buen ´rollete´.

Esta es la historia tal y como viene narrada en la Biblia, en el Primer Libro de Samuel (8,4-7.10-22a):

“En aquellos días, los ancianos de Israel se reunieron y fueron a entrevistarse con Samuel en Ramá.

Le dijeron: «Mira, tú eres ya viejo, y tus hijos no se comportan como tú. Nómbranos un rey que nos gobierne, como se hace en todas las naciones.»

A Samuel le disgustó que le pidieran ser gobernados por un rey, y se puso a orar al Señor.

El Señor le respondió: «Haz caso al pueblo en todo lo que te pidan. No te rechazan a ti, sino a mí; no me quieren por rey.»

Samuel comunicó la palabra del Señor a la gente que le pedía un rey: «Éstos son los derechos del rey que os regirá: a vuestros hijos los llevará para enrolarlos en sus destacamentos de carros y caballería, y para que vayan delante de su carroza; los empleará como jefes y oficiales en su ejército, como aradores de sus campos y segadores de su cosecha, como fabricantes de armamento y de pertrechos para sus carros. A vuestras hijas se las llevará como perfumistas, cocineras y reposteras. Vuestros campos, viñas y los mejores olivares os los quitará para dárselos a sus ministros. De vuestro grano y vuestras viñas os exigirá diezmos, para dárselos a sus funcionarios y ministros. A vuestros criados y criadas, vuestros mejores burros y bueyes, se los llevará para usarlos en su hacienda. De vuestros rebaños os exigirá diezmos. Y vosotros mismos seréis sus esclavos. Entonces gritaréis contra el rey que os elegisteis, pero Dios no os responderá.»

El pueblo no quiso hacer caso a Samuel, e insistió: «No importa. ¡Queremos un rey! Así seremos nosotros como los demás pueblos. Que nuestro rey nos gobierne y salga al frente de nosotros a luchar en la guerra… Samuel oyó lo que pedía el pueblo y se lo comunicó al Señor”. El Señor le respondió: «Hazles caso y nómbrales un rey».

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Y fin de la historia. A partir de ese día ya nada volvió a ser igual. Fue el nacimiento de las vitalicias y hereditarias élites del poder laico y sus endogámicos y babosos cortesanos, amén de la consabida panda de satrapillas y demás macarras de la cosa pública. Los recién llegados pronto dejaron en mantillas a la saliente, y poco ejemplar, casta sacerdotal, lo cual ya era mucho decir.

Y así, la sociedad quedó dividida en dos: los que dan y los que toman; pero no en el sentido generoso y evangélico del solidario gesto, sino en el más puro sentido sodomita del ´dar y tomar´.

Y el pueblo, con los pantalones ya en los tobillos, comenzó a notar el aliento del poder sobre su nuca.

Con el correr de los siglos los reyes fueron sustituidos por los llamados hombres de Estado, buscavidas que nacidos de la sociedad civil acabaron haciendo de la política su “modus vivendi”, y muchos de ellos revalidando con sus marranadas a granel, la frase de Louis McHenry Howe: «Nadie puede adoptar la política como profesión y seguir siendo honrado».

Hombres de Estado, esos que -como dijo Noel Clarasó- se pasan la mitad de su vida haciendo leyes, y la otra mitad ayudando a sus amigos a no cumplirlas.

Teocracia, Monarquía, Dictadura, Democracia, Mamoncracia, Anarquía… ¡qué más da! Lo perverso no son los sistemas en sí mismos, sino quienes los ponen en práctica; quienes lo manipulan, lo controlan y magrean viciosamente. Algunos de ellos son peligrosos fanáticos con ínfulas mesiánicas; otros, los más, listillos saltimbanquis, profesionales de la política; vendedores de humo que no han pegado sello en su vida.

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Autor

Antonio Gil-Terrón Puchades

Antonio Gil-Terrón Puchades (Valencia 1954), poeta, articulista, y ensayista. En la década de los 90 fue columnista de opinión del diario LEVANTE, el periódico LAS PROVINCIAS, y crítico literario de la revista NIGHT. En 1994 le fue concedido el 1º Premio Nacional de Prensa Escrita “Círculo Ahumada”. Ha sido presidente durante más de diez años de la emisora “Inter Valencia Radio 97.7 FM”, y del grupo multimedia de la revista Economía 3. Tiene publicados ocho libros, y ha colaborado en seis. Actualmente escribe en Periodista Digital.

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