Nací en la casa familiar, una modesta vivienda de renta antigua a trescientos metros del Mediterráneo, en la misma cama donde nacieron y murieron mis abuelos.
Y nací rodeado de cuatro sencillos muebles, de aquellos que no solo duraban toda la vida, sino que con una capa más de pulimento, pasaban de una generación a otra, como único legado de los muertos; tal vez por no haber muchos más que dejar a los herederos, amén del retrato y el parche de un bisabuelo caporal, que en la guerra de África un moro dejó tuerto.
Tiempos de neveras que solo enfriaban si les metías hielo, aparcadas junto a negras y ahumadas cocinas de hierro, donde se guisaba con carbón y cariño los escasos alimentos.
Y conocí los primeros teléfonos, aquellos cacharros “vintage” de madera y baquelita tintada de negro, que colgaban en la pared sin disco numérico, con tan solo con una manivela que había que girar hasta el agotamiento, a la espera de que una señora de voz aflautada, tras decirle que querías hablar, te dijera que esperases un momento. Al final te pasaba y hablabas, aun sabiendo que tu conversación iba a ser más pública que la manida entrepierna de la madame del puerto.
Tiempos de una niñez donde no existía televisión, ni aire acondicionado. Tiempos en los que si tenías frío te cubrías y si tenías calor te quedabas descubierto. Todo simple y sin averías, como aquellas bolsas de caucho que llenas de agua caliente te evitaba tiritones, quebrantos y lamentos, cuando entrabas en la cama durante las gélidas noches de febrero. Aquellos entrañables recipientes que olían a goma recalentada, madre, hogar e invierno.
Tiempos donde jugabas con lo primero que pillabas, aunque fuera tirar piedras al avispero, cada vez que pasaba el cartero.
Tiempos de escasez, mesa camilla y brasero, jugando a volar, corriendo con los brazos abiertos, cual alas luchando contra el viento; mientras tus días se perfumaban de aroma a postguerra, carestía, Agua del Carmen, aceite ricino y linimento. Testimonio vivo de un tiempo pasado, donde era feliz, sin saberlo.
Tal vez sea esa ignorancia de lo feliz que vivía, aunque entonces no lo sabía, lo único que de mi niñez hoy lamento.