Kepa Tamames: «Personas-basura»

Kepa Tamames: "Personas-basura"

No suelo salir a comer por ahí. Soy casero por naturaleza, y frecuento poco bares y restaurantes. Pero a veces pasa, sea por vicio culinario u obligaciones sociales. Como entonces fuera, sí. Y con frecuencia para disgusto propio ―que no ajeno, por lo que aprecio y desprecio―, pues veo cosas harto desagradables para mi ética particular. Me refiero a la basura.

Mas no es la basura que uno tiene por lo común en la cabeza: mondas de fruta, plásticos de todo pelaje, cacharros ya inservibles, o mismamente el cartón de toda suerte de envases. La basura a la que me refiero es humana, en forma de personas. Seguro que todas ellas dignos padres y madres de familia, amables con el panadero y los vecinos, pero personas‑basura. Porque convierten en tal la comida, con una relajación que al menos a un servidor le hiela la sangre.

Nuestros abuelos nos solían decir que todo el mundo debería pasar una guerra, por saber lo que significa el condumio diario, o más bien su escasez, o incluso su falta. Probablemente tenían razón en algún grado. Aunque cierto es que una inmensa mayoría de gente no hemos sufrido contienda bélica alguna, y sin embargo observamos una ética alimentaria muy notable. Mal queda que me identifique como uno de ellos, pero por algo escribo estas líneas.

Es la comida fuente de vida y salud, nuestro combustible cotidiano. Miles de almas mueren cada día por falta o escasez de alimento, tras una existencia mísera desde el mismo nacimiento, enfermos severos desde que un malhadado Dios permitió que vinieran a este valle de lágrimas, que desde luego lo fue para ellos sin una sola jornada de descanso. Sabido es que con lo que tiramos a la basura de media per cápita en este dichoso Primer Mundo tendría para alimentarse de largo uno de esos desgraciados, evitando así dolor y sufrimiento perpetuos. Es más, digamos alto y claro que en un mundo de justicia sobran tantos gordos como famélicos. Y es que también hay un ejército de gordos que padecen y mueren por sobrealimentación. Si esto no representa una jodida paradoja, ya me contarán ustedes. Porque no estamos hablando de quitarle a alguien la comida que necesita para vivir, sino la que le enferma y mata por exceso de gula. Y sí, estamos hablando de dársela en bandeja de plata al desnutrido que la necesita por salud y razonable deseo de vivir con la dignidad que todos reivindicamos en esta parte del planeta.

Volvamos a lo de tirar comida en buen estado. Y es que hasta podría pasar uno tan detestable práctica en la intimidad del hogar, asumiendo a duras penas nuestra naturaleza egoísta, de incógnito. Pero hacerlo a la vista de todo quisque y sin remordimiento de conciencia alguno es lo que a mi juicio convierte a alguien en persona‑basura. ¿Lo van pillando?

Veo que algunos restaurantes tienen al menos la decencia de advertir mediante carteles en las paredes que los clientes no deben servirse o pedir más cantidad de la que juiciosamente esperan ingerir. Otros establecimientos ni eso.

Fui testigo recientemente de una escena entre desgraciada y criminal, además de asesina. Sí, asesina, porque tirar comida aquí es tanto como asesinar a otros en ciertos lugares. De verdad se lo digo: sería más decente pegarles un tiro en la sien que matarlos de hambre. Pero hay quien al parecer prefiere taparse los ojos antes que servirse lo justo.

A lo que voy. Un niño jugueteaba con el dispensador de refrescos, vertiendo por el desagüe el líquido a espuertas, mientras sus papás estaban enfrascados en una conversación banal. Otra familia pedía varias bandejas de alitas de pollo, para dejarlas a los pocos minutos sobre la mesa sin mirarlas y marcharse por donde habían venido. Alguien dos mesas más allá se permitía el lujo de consumir solo la parte central de la pizza, dejando con desprecio los bordes, esos que miraría con lágrimas en los ojos el muchacho sudanés, sabiendo que no era un espejismo y sobre todo que inútil sería el esfuerzo de hacerse con ellos antes de convertirse en basura por exigencia legal.

Las alitas de pollo sin tocar abren otra puerta a la reflexión, y es la de que criamos con el maltrato más soez a millones de animales para que las personas‑basura las tiren por la boca del contenedor sin siquiera haber palpado esa comida que al animal le sirvió para volar, o para caminar, o para respirar y bombear su sangre ―¡roja, igual que la nuestra!― hacia todos los rincones de su cuerpecito doliente.

Si acaso hay algo que empeore la situación, digamos que no pocas de esas personas‑basura provienen de lugares subdesarrollados. Llegaron del consumo basal para convertirse en ciudadanos‑basura, y encima mandan fotos a los familiares que allí quedaron, como diciéndoles: “No seáis tontos. Venid aquí, que sobra la comida que en vuestro pueblo escasea”. Y vienen, y dejan también ellos las viandas en la mesa sin haberlas probado. Se convierten así en personas‑basura.

Matamos animales y asesinamos humanos cada vez que tiramos comida a la basura, sí, quede claro de una vez por todas. También aquellos progres que se oponen a la guerra y al genocidio que sale por la tele en horario de máxima audiencia.

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