España arde. Y no hablo solo de incendios forestales mal gestionados, sino de un país en llamas institucionales, morales y políticas. Mientras tanto, el presidente del Gobierno se comporta como Iznogoud, aquel visir creado por Goscinny y Tabary que solo vivía para destronar a su Califa y ocupar su lugar. El paralelismo es tan obvio que duele: Pedro Sánchez es el visir moderno, obsesionado con “ser Califa en lugar del Califa”, dispuesto a cualquier cosa con tal de lograrlo. Y lo peor de todo es que aquí, a diferencia del cómic, su perseverancia puede hacer que lo consiga.
Para situarnos bien: en el tebeo, el Califa es un gobernante ingenuo, bonachón, despistado. En la España real, ese papel lo ocupa el Rey pasmado. El apodo nos remite a Felipe IV, llamado así porque su rostro mostraba siempre una expresión fija, atenta, casi ausente, de “pasmo” perpetuo. Un monarca que prefería embelesarse con las cortesanas más bellas de Madrid u otros placeres antes que afrontar los problemas reales de su pueblo. ¿No es un espejo exacto de lo que vemos hoy? Un jefe del Estado que se inhibe, que se hace el Don Tancredo… que contempla como estatua paralizada, como espectador lejano las desgracias de España… mientras su valido-Iznogoud-Sánchez gobierna a su antojo.
Pero Sánchez no es solo Iznogoud. También es Dorian Gray. Oscar Wilde nos legó la historia del joven hermoso que nunca envejecía, mientras un retrato oculto absorbía toda la podredumbre de sus pecados y crímenes. Así actúa nuestro presidente: en público, sonrisa impoluta, porte seductor, traje a medida. En privado, pactos con lo más abyecto, cesiones indignas, acuerdos que venden el alma de España al diablo. La corrupción moral no se ve en su rostro ni en sus discursos, pero se acumula en un cuadro invisible que, tarde o temprano, alguien colgará en la plaza pública.
Y, por si fuera poco, Pedro Sánchez también es el Coyote de los dibujos animados de Warner Bros. Ese animal obsesionado con atrapar al Correcaminos, que inventa trampas imposibles, cohetes defectuosos, dinamita que siempre estalla en su propia cara. La maldad y la estupidez del Coyote lo condenan a fracasar una y otra vez, mientras el Correcaminos se limita a correr libre e indemne. Sánchez ha intentado todas las artimañas: mociones de censura, indultos, decretos relámpago, amnistías infames, propaganda tóxica, pactos contra natura. Siempre parece que lo conseguirá, siempre parece que atrapará a su presa. Pero las bombas le estallan en la cara. Y sin embargo, como el Coyote, vuelve a intentarlo. Nunca se cansa.
Ahora bien, lo terrible es que todo esto ocurre en una España convertida en esperpento. Cervantes ya lo describió en su Retablo de las Maravillas: farsantes e impostores que exigen ser reconocidos como nobles o virtuosos, mientras solo unos pocos —los que se atreven a decir la verdad— quedan señalados como locos o herejes.
Valle-Inclán lo llevó al límite con su Corte de los Milagros: un mundo grotesco, degradado, donde los miserables fingen grandeza y la mentira gobierna. Exactamente lo que hoy vemos en el Congreso de los Diputados, en el Palacio de la Moncloa y en tantas instituciones colonizadas por la impostura.
Cervantes también retrató el patio de Monipodio, esa cofradía de pícaros que se reparten el botín y dictan sus propias normas al margen de la ley.
Dígame el lector si no es una fotografía precisa de los pactos parlamentarios de Sánchez con separatistas, exterroristas y comunistas trasnochados.
Y como guinda, el lupanar sórdido: un ambiente moralmente degradado donde predominan Celestinas, putos, putas y macarras y mercaderes de conciencias. Ese es hoy el ecosistema político: compraventa de apoyos, prostitución ideológica, proxenetismo institucional. La política como burdel, donde todo se negocia y nada se respeta.
Pedro Sánchez, convertido en un híbrido Iznogoud-Coyote-Dorian Gray, se ha rodeado de la canalla más abyecta del barrio. Pacta con toda la gente de mal vivir, incluso con lo más oscuro, convencido de que el fin justifica cualquier medio. Pacta con separatistas que quieren liquidar España, con filoetarras que no se arrepienten, con comunistas que sueñan con dictaduras. Y sonríe, siempre sonríe, como si nada.
Mientras tanto, España se está destruyendo, en sus bosques abandonados, en sus cauces sin limpiar, en sus calles llenas de crispación, en su Estado de derecho erosionado hasta la médula. Y mientras todo esto sucede, arriba, en el Palacio, el Rey pasmado observa, inmóvil, ajeno, paralizado, tal vez embelesado por sus propias cortesanas del presente.
La corte de palmeros aplaude, el patio de Monipodio reparte botines, el lupanar hace caja y el visir sonríe satisfecho. Pero alguien tendrá que gritar, como en el cuento de Andersen o en el «Retablo de las maravillas» de Cervantes, que todo es mentira, que el rey está desnudo. ¿Quién lo hará? ¿Un militar que recuerde que la patria debe estar antes y por encima de cualquier partido? ¿Un nuevo Cincinato que abandone su arado para salvar a la república? ¿Un Cirujano de hierro que ampute la gangrena antes de que mate al cuerpo entero? ¿O un Milei capaz de dinamitar el consenso hipócrita con una verdad brutal?
En los tebeos, Iznogoud nunca conseguía ser Califa. En los dibujos, el Coyote jamás atrapaba al Correcaminos. Pero en España, Pedro Iznogoud cada día está mas cerca del trono. En realidad ya es el Califa. Ya sonríe como Dorian Gray ocultando su cuadro nauseabundo, lleno de podredumbre. Ya hace mucho tiempo que gobierna rodeado de putos, putas, proxenetas y pícaros.
La pregunta que queda es simple y aterradora:
¿Cuánto falta para que el retrato oculto de sus pactos, su corrupción y su mentira salga a la luz?
