Fco. A. Juan Mata: «Capítulo V. La mística ¿Dios en el escáner cerebral?»

(Cuando creen que la mística cabe en un mapa cerebral)

Fco. A. Juan Mata: "Capítulo V. La mística ¿Dios en el escáner cerebral?"

Copleston, sereno, sotana impecable, mirada fija: —La experiencia de Dios es inmediata. No se deduce. Se encuentra.

Russell, ladeando la sonrisa, afilando el sarcasmo como quien afila una navaja: —No pongo en duda que usted sienta algo, padre. Solo pongo en duda que eso que siente sea Dios… y no un fallo de fontanería en el riego sanguíneo.

Hay quien sube a la montaña, ayuna cuarenta días, ve luces, escucha voces… y baja convencido de que ha hablado con Dios. Hoy, en vez de ofrecerle incienso y altar, lo metemos en un escáner. En la pantalla saltan chispas de colores. Los científicos sonríen satisfechos: Eureka. “Hemos encontrado el interruptor de lo divino.” O eso creen.

Buscando a Dios con bisturí

Desde hace poco, algunos iluminados han inventado un nombre solemne: neuroteología. La promesa es casi bíblica: entender lo sagrado hurgando en el cerebro.

Escanean monjas carmelitas, registran picos de actividad mientras rezan. Conectan a voluntarios a cascos con electrodos y juran que fabrican sensaciones de “presencia divina” con un poco de electricidad.

Conclusión provisional: las experiencias religiosas se pueden inducir.
Y para Russell eso es dinamita pura: si puedes fabricar a Dios en laboratorio, ¿no será que siempre estuvo dentro de tu cabeza… y nunca fuera de ella?

Pero la mística no cabe en un escáner

Copleston levanta la voz, grave, templada, como quien carga pólvora en un cañón:
—Confundir lo que pasa en el cerebro con lo que lo causa… es un error de novato.

Porque la mística verdadera no es un fogonazo químico. No es una descarga de dopamina. No es un mal viaje disfrazado de revelación.

La mística —la auténtica— es un desgarro. Es Teresa de Ávila atravesada por un dardo de fuego. Es Rumi danzando hasta caer rendido, perdido en el Amado. Es Buda bajo la higuera viendo morir el yo como una hoja seca.

No se compra en cápsulas. No se programa. No se simula.

Es el intento desesperado —o sereno, depende de quién— de derribar el muro entre lo humano y lo divino. Está en todas las religiones y hasta fuera de ellas: en la celda muda del cartujo, en los secretos de la cábala, en el giro infinito del sufí, en el vacío del zen.

Y sí, a veces trae consigo lo inexplicable —estigmas, éxtasis, ubicuidad—, pero ningún laboratorio del mundo ha fabricado jamás un santo.

La biología frente al misterio

Mientras tanto, los científicos siguen buscando certezas:

Hablan de sustancias que acompañan al éxtasis.
Comparan drogas y visiones.
Teorizan que Dios es un truco evolutivo, un pegamento tribal para mantenernos juntos y obedientes.
La idea es fría como un bisturí: no creemos en Dios porque exista; creemos porque nos convino creer.

Pero aquí algo no encaja. Porque lo que los místicos describen no es un subidón cósmico ni un espejismo químico. Es un estado radicalmente distinto, uno que ha movido imperios, culturas, civilizaciones enteras. ¿De verdad cabe reducir eso a un puñado de chispazos en la cabeza?

El vértigo del reduccionismo

Aunque un día logren trazar cada ruta del cerebro durante una experiencia sagrada, la pregunta seguirá ahí, clavada como un alfiler en el pecho:

¿Explicar cómo sentimos a Dios equivale a explicar por qué lo sentimos?

Puedes ver qué zonas se encienden cuando rezas, igual que puedes ver qué neuronas disparan cuando miras un Caravaggio.

Pero eso no te dice si Dios está ahí…

O si llevamos mil años alucinando juntos.

Lo sagrado bajo el microscopio

El problema de meter a Dios en un escáner es que, en el intento de atraparlo, lo pierdes. Lo reduces a un parpadeo eléctrico. Le robas el misterio.

Quizá nunca sepamos si esas luces internas responden a un Dios real o a uno inventado. Pero el impulso de buscar, de levantar la cabeza más allá del barro, sigue intacto.

Podemos dibujar mapas del alma. Pero no tocar el territorio.

Podemos iluminar el lugar donde ocurre el milagro. Pero no fabricar el milagro.

La pregunta que no muere

Russell y Copleston no se pusieron de acuerdo, y nosotros tampoco.

Los escáneres seguirán encendiéndose, las gráficas seguirán llenándose de colores, pero el misterio seguirá ahí, imperturbable, como una roca en mitad del mar.

Porque al final, incluso si mañana encontramos el famoso “botón de Dios” dentro de nosotros, seguirá sonando la misma pregunta imposible de silenciar:

¿Quién demonios puso el botón ahí?

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