En España hay cifras que se publican con trompetas, pancartas y ministros sonriendo ante la cámara, y otras que se esconden bajo llave, en un cajón del Ministerio de Sanidad, con triple candado ideológico. Una de ellas es la más reveladora: cuántos médicos en realidad están dispuestos a practicar abortos. Porque de eso —no de eufemismos— estamos hablando: de aborto, no de “interrupción voluntaria del embarazo”, expresión tan aséptica y cobarde como quien llama “incidencia” a un crimen.
España cuenta con entre 5.000 y 8.000 ginecólogos y obstetras entre la sanidad pública y la privada. Son los profesionales que podrían practicar abortos. Sin embargo, los datos oficiosos, los que circulan en los pasillos, apuntan a que solo unos 150 lo hacen activamente en todo el país. Ciento cincuenta. El resto (miles) se niegan. Por conciencia, por ética, por respeto al juramento hipocrático o simplemente por humanidad. Y ahí está el problema para el poder: el discurso progresista se hunde cuando se descubre que los propios médicos no quieren participar en la eliminación de vidas humanas.
Por eso el Ministerio no publica la cifra. Porque sería admitir que la mayoría de quienes podrían hacerlo, no quieren hacerlo. Sería reconocer que el aborto, más que un acto médico, se ha convertido en un negocio ideológico y en una herramienta de poder político.
Cuando un Estado pretende obligar a un médico a realizar un aborto contra su conciencia, rompe el principio hipocrático sobre el que se ha construido la medicina occidental: “No causaré daño ni administraré veneno a nadie”. Y cuando el poder político dicta lo que un médico debe hacer, aunque su conciencia se rebele, ya no hablamos de medicina, hablamos de sometimiento.
En algunos países europeos —Suecia, Finlandia, Lituania, República Checa— la objeción de conciencia ya está prohibida. Allí los médicos no pueden decir “no”. Allí la voluntad del Estado ha reemplazado la libertad del individuo. Y cada paso que da España en esa dirección (desde el registro obligatorio de objetores hasta las amenazas veladas de “listas negras”) nos acerca a un modelo donde la conciencia se vigila y se castiga.
Llamemos a las cosas por su nombre. Esto no es neutralidad ni modernidad. Esto es ideología impuesta por el poder, la misma que necesita reescribir las palabras (“interrupción”, “derecho reproductivo”) para esconder la realidad del acto: un aborto es la eliminación deliberada de una vida humana. Y cuando un gobierno impone a los médicos la obligación de participar en ese acto, contra su voluntad y su ética profesional, estamos ante una deriva totalitaria. Llámese como se llame, su esencia es la de una dictadura comunista: el Estado decide lo que está bien, lo que está mal y lo que cada ciudadano (o cada médico) debe pensar, decir y hacer.
El Ministerio de Sanidad presume de transparencia, pero ni siquiera publica lo esencial:
- ¿Cuántos ginecólogos y obstetras hay en total?
- ¿Cuántos realizan abortos?
- ¿Cuántos se acogen a la objeción de conciencia?
Silencio administrativo. Lo único que sabemos es que el 80 % de los abortos se hacen en clínicas privadas. ¿Y por qué? Porque en la sanidad pública, los médicos no quieren hacerlos. Y, en lugar de respetar esa decisión, el poder intenta coaccionarla: primero con registros, luego con presión mediática, más tarde con leyes. Todo en nombre de la “igualdad” y de los “derechos”, mientras se pisotea el derecho más elemental de un médico: el de no participar en la destrucción de una vida.
El aborto, que debería ser una tragedia, se ha convertido en una liturgia política. Ya no importa el paciente, ni la ética, ni la conciencia: importa el relato. El Estado necesita médicos obedientes, no médicos libres. Y cuando la libertad de conciencia estorba, se redefine como “privilegio retrógrado”. Así se construyen las dictaduras ideológicas: controlando la moral profesional desde arriba.
Hoy son los ginecólogos; mañana serán los paliativistas, los pediatras, los bioéticos… cualquiera que se atreva a decir “no” a la cultura de la muerte. Y todo ello con el sello del Estado, envuelto en leyes que hablan de “progreso” mientras se vacía de contenido la libertad individual.
En resumen:
- Miles de médicos podrían practicar abortos, pero no quieren.
- Apenas unos centenares lo hacen.
- El Ministerio calla porque el dato revela que la conciencia profesional sigue viva.
Y eso, para el poder, es intolerable.
Porque un médico con conciencia es un obstáculo. Y un Estado que necesita eliminarla es, sencillamente, una dictadura de corte comunista
