Pintar lo ocurrido en El Cairo como consecuencia de la acción subversiva de blogueros y tuiteros queda muy bonito en los periódicos europeos, pero es una solemne pavada
La revolución de los hambrientos suele terminar en la panadería de la esquina. No se quién fue el cínico que acuñó la frase, pero desgraciadamente se ajusta bastante a la realidad.
No son la miseria, la desigualdad social y las ansias de libertad de la gente lo que acaba con los tiranos. Si fuera sí, un tarado como Robert Mugabe, que ha destruido la economía de Zimbabue y tortura sin remilgos a sus empobrecidos habitantes, no llevaría 30 años en el poder.
Ni los Kim se pasarían unos a otros el trono en la depauperada, paranoica y angustiada Corea del Norte. Ni Gadafi, y entramos ya en materia, hubiera aguantado el embate de los entusiastas rebeldes libios y estaría a punto de reconquistar Bengasi y afianzarse de nuevo en el poder.
¿Qué ha faltado en Libia? Muchas cosas, pero de modo determinante, un Ejército digno de ese nombre.
Al avaricioso Ben Alí no le hicieron subirse al avión y salir corriendo las acaloradas protestas juveniles, sino el comunicado de los militares tunecinos anunciando que en ningún caso dispararían contra la multitud.
En Egipto fue todavía más claro. Pintar lo ocurrido en El Cairo como consecuencia de la acción subversiva de blogueros y tuiteros queda muy bonito en los periódicos europeos, pero es una solemne pavada. Lo que hizo desistir a Mubarak no fue internet, sino la férrea presión de los uniformados.
A Ceaucescu no lo derrocó en la navidad de 1989 una revuelta popular, sino una conspiración militar alentada por Gorbachov desde Moscú. Lo demás fue atrezzo. Algo similar ha pasado con Mubarak, porque lo ocurrido en Egipto se parece bastante a un golpe militar.
Si en Libia hubiera habido capitanes, comandantes y coroneles formados en academias extranjeras y un Ejército tradicional, Gadafi estaría a estas horas pelando la pava con el venezolano Hugo Chávez o colgando de una farola en Trípoli.