Ordóñez es un mal estudiante de querencias castristas que no se decide a acabar la FP
Hace un año, coincidiendo con las revueltas en los países del norte de África, comenzó a extenderse entre los periodistas la moda de llamarlas «primaveras».
Así, primero llegó la «primavera tunecina», más tarde la «primavera egipcia» y luego, cuando la nonata «primavera libia» se había convertido en una guerra sin cuartel en los arenales del Sáhara, el palabro desapareció como por ensalmo.
La primavera árabe había naufragado inesperadamente en la ciudad de Bengasi, arrasada por los bombardeos de Gadafi sobre la población civil en los primeros días de una revolución que terminó instaurando en Libia un Estado muy islámico y muy poco primaveral.
Como las palabras tienen vida propia, la izquierda occidental no tardó en apoderarse de ese término con el que se había bautizado el espíritu liberador que movía a muchos de los protagonistas de las asonadas norteafricanas.
Pero el mundo árabe es mucho más parecido a Siria que a Túnez, así que, por falta de demanda, a la palabra en cuestión (primavera) no le ha quedado otra que volver a Europa, esta vez para bautizar otro tipo de motín que, en lugar de reclamar la caída de un dictador, busca derribar desde la calle a un partido que acaba de ganar las elecciones por una abrumadora mayoría absoluta. Se trata, como ya se habrá imaginado el lector, de la así llamada «primavera valenciana».
Una camisa de fuerza
Pero no, trasladar el nombre de la más bella estación del año a un movimiento político de carácter callejero no es cosa de los tunecinos, ni de los egipcios, ni de los valencianos; sino de los checoslovacos, que, hace 44 años, se levantaron en masa contra el tiránico Gobierno comunista que los sometía desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Fue la primavera de Praga, uno de los momentos estelares de la historia contemporánea de Europa.
Los parecidos entre las primaveras de nuestros días y aquella gloriosa primavera checa son pura coincidencia. Los ‘indignados’ de Valencia quieren hacer ver que su lucha es una primavera, un renacimiento necesario para pasar de una etapa de oscuridad a otra de luces representadas por ellos mismos y sus ideas de regeneración social. Evidentemente, no hay nada de eso.
Repasemos una a una las más que evidentes diferencias entre ‘primaveras’ y saquemos nuestra propia conclusión.
Decía Ronald Reagan que «la diferencia que hay entre una democracia y una democracia popular es la misma que existe entre una camisa y una camisa de fuerza». Pues bien, en 1968 Checoslovaquia era una camisa de fuerza. El país, una nación bastante artificial nacida del tratado de Versalles, vivía bajo el yugo de una dictadura comunista teledirigida desde Moscú.
En aquel desdichado país todas las libertades civiles estaban conculcadas y el Estado era omnipotente. Imperaba un régimen de partido único -el Partido Comunista de Checoslovaquia- y la disidencia estaba severamente castigada por la ley.
No había, además, posibilidad de recurrir a los jueces, ya que estos eran elegidos por el Gobierno y aplicaban códigos revolucionarios.
El Estado de derecho, simplemente, no existía ni tenía intención alguna de hacerlo. La justicia no era más que una emanación de la política, y esta un coto privado del comité central del Partido Comunista.
La España de 2012 es una democracia equiparable con cualquier otra democracia de Occidente. Cuenta con partidos políticos, canales de participación ciudadana, tribunales independientes y un sistema jurídico garantista.
A pesar de todos los defectos y vicios que arrastra nuestra democracia, en España no se encarcela a nadie por motivos políticos y existe un Estado de derecho pleno.
Libertades fundamentales como la de expresión o asociación apenas tienen restricciones. En España se puede opinar de cualquier cosa y hasta defender ideas abiertamente anticonstitucionales -como el secesionismo- en sede parlamentaria sin que nadie tema represalias legales por ello.
Ni pan ni libertad
Checoslovaquia de aquellos años de plomo socialista quedó dramáticamente retratada por el novelista Milan Kundera, un escritor maldito cuyas obras fueron prohibidas y que fue expulsado del país. Otros, que carecían de reconocimiento internacional, hubieron de pagar su disconformidad con penas de prisión o condenados a trabajos forzados.
Y no solo los escritores o los periodistas tenían problemas de expresión. A los ciudadanos comunes les estaba vetado el acceso a periódicos o libros publicados en el extranjero, un lugar que, a pesar de que el país se encuentra en el mismo corazón de Europa, era tan desconocido para sus habitantes como la cara oculta de la Luna.
Del dogal comunista no se libraban ni las iglesias. El Estado era oficialmente ateo aunque se permitía, con muchas condiciones, la existencia de comunidades parroquiales.
Para ser sacerdote había que contar con una licencia expedida por el Gobierno y las actividades de la Iglesia Católica (la mayoritaria entre checos y eslovacos) estaban muy restringidas. La persecución a la Iglesia alcanzó su punto álgido en 1984, cuando el cardenal Tomasek, arzobispo de Praga, invitó a Juan Pablo II a visitar el país y el Gobierno del prosoviético Gustav Husak lo impidió.
En España no hay escritores malditos ni periodistas encarcelados por delitos de opinión. La información fluye libre y hay un abanico de periódicos, televisiones y emisoras de radio muy amplio. De nuestro país puede salir cualquier ciudadano.
Las fronteras están abiertas y todo español tiene derecho a un pasaporte. La libertad religiosa, aunque haya padecido algún que otro vaivén durante los años de Zapatero, es absoluta. La Iglesia es independiente y realiza una inestimable contribución al bienestar social.
Las condiciones de vida de la Checoslovaquia comunista eran las propias de un país del bloque del este. La economía planificada había condenado a sus habitantes a una escasez crónica. Los intereses de Checoslovaquia estaban subordinados a los intereses de la Unión Soviética, que, dentro del CAME, había adjudicado un papel muy concreto a la economía nacional.
Era un satélite industrial, dedicado a la manufactura y la minería. Pero no llegó nunca a ser un país propiamente desarrollado, sino una inmensa fábrica muy contaminante de productos de baja calidad. Se construyeron grandes complejos industriales a imagen y semejanza de los de la URSS que devastaron el medio ambiente local y crearon una estructura económica distorsionada y fantasmal.
Con todos sus recursos mal asignados por los planificadores económicos, la población malvivía entre apagón y apagón pegada a la cartilla de racionamiento y las colas en las puertas de las tiendas de abastos eran parte del paisaje habitual de las ciudades.
Nadie podía protestar porque las huelgas y las manifestaciones estaban terminantemente prohibidas. Tampoco existía la posibilidad de abandonar el ‘paraíso’ socialista porque emigrar estaba prohibido.
Para evitar las salidas ilegales, las fronteras con Austria y Alemania estaban erizadas de alambres de espino moteados por torres de vigilancia con guardias armados. Aunque, formalmente, los checos tenían derecho a todo, la realidad es que no tenían de nada: ni pan ni libertad.
El sello 15-M
A pesar de que España atraviesa una profunda depresión económica provocada por la expansión crediticia de los años de la burbuja inmobiliaria y las subsiguientes medidas keynesianas que aplicó el Gobierno socialista, la situación económica no es ni lejanamente parecida a la de la Checoslovaquia de 1968.
El desempleo es alto, pero el país ha generado (y todavía genera) tal cantidad de riqueza que no hay necesidad de racionar ningún bien. No existe el hambre y las estanterías de los supermercados están surtidas.
Nuestro país cuenta con varias multinacionales muy competitivas en sus respectivos sectores y hay empresas punteras y muy rentables en áreas como el sector servicios o la alimentación.
Los españoles disponemos de una de las rentas por habitante más altas del mundo y, por supuesto, podemos emigrar si lo deseamos. No hay cuotas de producción, granjas estatales ni planes quinquenales.
El derecho de huelga está contemplado en la Constitución y para manifestarse en la calle solo hay que comunicar fecha, hora y lugar de la concentración a la autoridad competente.
Los checoslovacos de 1968 trataron, infructuosamente, de salir de aquella ratonera socialista en la que los soviéticos los habían metido después de la guerra. Fue un acto heroico pero inútil.
En la madrugada del 20 al 21 de agosto 200.000 soldados provenientes de cuatro países del Pacto de Varsovia invadieron el país. La doctrina Breznev se impuso ante la pasividad de Occidente, que decidió mirar hacia otro lado.
En Valencia, en febrero de 2012, no se ha luchado contra tiranía alguna, no ha existido invasión militar ni asesinatos como los que tuvieron lugar en Praga.
Se ha tratado, sencillamente, de una revuelta perfectamente planificada, utilizando las técnicas de agit-prop de las que se valían los antiguos bolcheviques para colapsar la ciudad y poner al Gobierno de Mariano Rajoy en un aprieto. No hay color.
Lo de Praga fue una primavera, corta y sin final feliz. Lo de Valencia una simple algarada callejera con el sello del 15-M, una auténtica contrarrevolución de los ni-nis.
Lo que va de Alexander Dubcek a Alberto Ordóñez
Si lo de Praga y lo de Valencia no es comparable, poner en el mismo plano al promotor de la primavera checa y al líder de la revuelta valenciana es algo tremendamente osado.
El primero, Alexander Dubcek, era un socialista que, adelantándose 25 años a Gorbachov, quiso reformar lo irreformable: el comunismo soviético. Lo pagó caro, fue expulsado del Partido y trasladado a un bosque de Eslovaquia a trabajar como guarda forestal.
Ordóñez es un mal estudiante de querencias castristas que no se decide a acabar la FP, un aspirante a revolucionario profesional que, curiosamente y aunque haya prometido «quemar» Valencia, ha sido recibido en persona por la delegada del Gobierno y las Cortes Valencianas.
NOTA.- leer artículo original en ‘La Gaceta’.