El líder del PSOE corre el peligro de sucumbir a una estrategia hipócrita
Cuando el Gobierno se propone aplicar una serie de medidas para combatir el desastre económico que ha heredado y tratar de cumplir con las exigencias de quienes han de avalarnos para evitar la completa quiebra de nuestra economía, es lógico que muchos de los más directamente afectados se sientan incómodos e inquietos, que protesten y hagan patente su descontento: están en su derecho, sin duda.
Lo que no es de recibo es que los movimientos antiglobalización y antisistema vuelvan a encabezar las algaradas disfrazados de funcionarios o que los sindicatos, que fueron el más firme apoyo del Gobierno anterior, que son plenamente corresponsables del paro y de la crisis, pretendan ponerse al frente de la manifestación y traten de tomar las calles para alterar el orden cívico, dificultar o impedir la movilidad y el trabajo de los que aún conservan empleo, y empeorar una situación que ya es realmente grave.
Se equivocan, además, de medio a medio, si piensan que esta estrategia cínica y ridícula de protestar a deshora les va a traer nuevos apoyos: los españoles, con razón, pueden sentir descontento e incomodidad, pero saben muy bien quiénes han sido los causantes de nuestra ruina económica y ni en un rapto de locura se les ocurriría encomendar la solución de sus problemas a sus causantes.
Que los que se beneficiaron con suculentas prebendas de un régimen irresponsable y dilapidador pretendan ahora culpar al Gobierno del Partido Popular, que ha llegado al poder con una mayoría absoluta precisamente para corregir los yerros del Gobierno socialista, es de una desvergüenza supina.
El líder del PSOE corre el peligro de sucumbir a una estrategia hipócrita, dejándose llevar por sus acreditadas dotes para el fingimiento, simulando una actitud de apoyo responsable al Gobierno en los debates del Congreso, al tiempo que atiza las algaradas de sus secuaces sindicales y de partido, deseosos de borrar con demagogia el recuerdo de su apoyo incondicional a los Gobiernos de Zapatero y Rubalcaba.
Tratar de dificultar el trabajo del Gobierno convirtiendo la calle en un escenario de guerrilla urbana, en una nueva Atenas de la contestación, es de una enorme irresponsabilidad; pero también lo es la improvisación y la falta de transparencia de un Gobierno que siempre desafina a la hora de dar explicaciones, bien por silenciarlas en casa o por su creciente tendencia a pregonarlas preferentemente en corral ajeno, como hizo ayer al detallar a los inversores extranjeros el ajuste del IVA y el paro que había omitido en la víspera tras el Consejo de Ministros.
En todo caso, el derecho de huelga no debería dirigirse jamás contra disposiciones aprobadas por el Parlamento, por quienes representan legítimamente al pueblo soberano.
Lo que allí se apruebe, a iniciativa del Gobierno, deberá ser acatado por todos, porque representa la decisión de la voluntad mayoritaria de los ciudadanos, y porque es el único camino civilizado para tratar de salir de la crisis en la que nos han metido los que ahora quieren legislar desde la calle, una calle que es de todos y no sólo suya.
La llamada lucha en la calle puede ser completamente ilegítima, en especial si es apoyada con violencia, como ha sucedido con el conflicto de los mineros o vivimos este 13 de julio de 2012 con Cristina Cifuentes, la delegada del Gobierno acorralada en Madrid por una turba de manifestantes, por más que nos hayamos acostumbrado a tolerar pacíficamente esta clase de abusos contra el interés común y contra la democracia misma.
Los funcionarios, los parados y los pensionistas, que no han tenido ninguna responsabilidad en las causas de la crisis, tendrán que soportar, por desgracia, gran parte del coste de los ajustes; algunos intentarán usurpar su descontento para agitar las protestas fuera de cauce, pero no engañarán a nadie porque ya sabemos que nada cabe esperar de sus aspavientos y manifestaciones.
NOTA.- leer artículo original en ‘La Gaceta’