Y esa carita de lastimada y pudorosa tristeza que se les pone a las sufridas secretarias cuando mienten a los pelmazos que su jefe desea sortear era la misma que Elena Salgado iba poniendo a medida que proseguía su alocución
Wilde que, cuando se deseaba saber lo que una mujer dice realmente, conviene mirarla y no escucharla. Y escribe Juan Manuel de Prada en ABC que, siguiendo el consejo de tan ilustre epigramista, quitó el sonido a su televisor mientras la vicepresidenta Salgado peroraba desde la tribuna parlamentaria, defendiendo lo que el abuso lingüístico denomina «Presupuestos Generales del Estado».
Y bastaba mirar su gesto cohibido, atragantado, temblón y nervioso para saber -sin necesidad de escucharla- que estaba diciendo mentiras; tantas, y tan redondas, que le provocaban sonrojo.
Por un segundo, Elena Salgado me pareció una de esas sufridas secretarias a las que se obliga a deshacerse, alegando alguna excusa bizantina, de algún visitante intempestivo o pelmazo con el que su jefe no desea entrevistarse.
Y esa carita de lastimada y pudorosa tristeza que se les pone a las sufridas secretarias cuando mienten a los pelmazos que su jefe desea sortear era la misma que Elena Salgado iba poniendo a medida que proseguía su alocución.
Recordé entonces -con lastimada y como pudorosa tristeza yo también- aquella paradoja de Chesterton sobre el feminismo, que prometió a las mujeres que nunca jamás nadie les dictaría lo que tenían que hacer y a continuación las puso a trabajar… de secretarias mecanógrafas.
Y recordé, en fin, aquel comentario viperino de Carlos Solchaga, en el que acusaba a Zapatero de vivir en una burbuja presidencialista y de tratar a sus ministros como sufridos secretarios.
Allí estaba Elena Salgado, con su bello aire de boquerón en vinagre, saliendo al antedespacho donde se agolpan los visitantes intempestivos y pelmazos -los parados, los autónomos, los ahorradores, los paganos del estropicio perpetrado por su jefe- para aplacarlos con pronósticos bizantinos, mientras su jefe, encerradito en su burbuja presidencialista, se podía entregar a sus ensoñaciones obamaníacas…
Zapatero se sirve de Salgado como de una sufrida secretaria a la que encomienda la ingrata tarea de mantener engañados a los visitantes pelmazos que quieren aguarle sus ensoñaciones; pero el machista, a juicio de los centinelas de Progreso, es Rajoy. ¿Y todo por qué?
Pues porque Rajoy atribuyó la responsabilidad del desaguisado de los Presupuestos a su verdadero artífice, en lugar de descargarla sobre su sufrida secretaria; cuando lo verdaderamente progresista consiste en descargar responsabilidades sobre quienes ninguna culpa tienen, como hacen por ejemplo los sindicatos, culpando de la crisis a la oposición y a la patronal.
También tildan de machista a Rajoy porque dirigió algún sarcasmo displicente o desdeñoso a la vicepresidenta o secretaria Salgado; que es, precisamente, lo que los oradores bendecidos con una mínima chispa retórica llevan haciendo toda la santa vida de Dios con sus adversarios cada vez que suben a una tribuna.
Por dedicar algún displicente sarcasmo a la vicepresidenta o secretaria Salgado, los centinelas de Progreso tildan de machista a Rajoy; el día en que se le ocurra asestarle un mandoble dialéctico, lo meterán en la cárcel por violador y exigirán que se le aplique la castración química.