Tal vez sea el momento de cerrar las minas y dejar que Asturias aprenda a olvidarlas para siempre
La minería del carbón asturiana tiene dos siglos y medio de vida. Es algo muy reciente, el último recurso natural que los españoles hemos extraído de un modo masivo en nuestro país.
Empezó a mediados del siglo XVIII alentado por el empeño de la Armada, que vio en el carbón nacional una materia prima idónea y accesible para fundir piezas de artillería en el arsenal de El Ferrol.
Desde entonces, las cuencas interiores del Principado y el negro elemento han ido de la mano escribiendo juntas una parte importantísima de la historia económica de la España contemporánea.
Pero, pese a todo, el carbón asturiano ha sido durante toda su historia antieconómico, conflictivo y extraordinariamente costoso en vidas humanas.
A excepción de los años de la Primera Guerra Mundial, cuando la competencia inglesa se desvaneció, las minas asturianas siempre han dependido de ventajosos aranceles o de subsidios directos.
A mediados del siglo XIX, en plena Revolución industrial, el carbón inglés costaba menos de la mitad que el extraído en Asturias.
Esto era así porque la industria inglesa estaba mejor capitalizada que la española y, además, su carbón era de mejor calidad y necesitaba menos proceso tras la extracción.
Los sucesivos Gobiernos españoles, obsesionados con la vieja e ineficiente idea mercantilista de evitar las importaciones, pusieron todo tipo de trabas al carbón inglés hasta hacerlo prohibitivo para la industria nacional.
Dado que el carbón es un tipo de energía primaria, eso repercutió en la competitividad de nuestra propia industria, que nunca, hasta fechas muy recientes, estuvo en condiciones de medirse con los competidores extranjeros ni, mucho menos, de expandirse por el mundo.
De este modo, el coste de comprar obligatoriamente carbón asturiano fue inmenso para las empresas españolas durante los años centrales de la segunda Revolución industrial.
Con dinamita de por medio
A cambio se mantuvieron empleos, generalmente de bajísima calidad, en las cuencas asturianas. Un flaco consuelo que, en el largo plazo, no ha servido para nada y, en el corto, ha costado la vida a miles de mineros sepultados en infinidad de accidentes dentro de los pozos.
Porque nuestro carbón, aparte de malo y caro, es de difícil extracción. Durante los años dorados de la minería asturiana, los de la autarquía franquista, hubo que lamentar la muerte de 1.750 mineros o, lo que es lo mismo, un muerto por cada 300.000 toneladas de mineral arrancado a la tierra.
La minería asturiana ha sido, por si todo lo anterior no fuese suficiente, un foco permanente de inestabilidad social desde hace más de un siglo. La primera gran huelga minera data de 1873 y en 1890 se produjo la primera huelga general en las cuencas.
Las pésimas condiciones de vida de un trabajo que ya de por sí era penoso ocasionaron que el socialismo revolucionario arraigase con fuerza en aquella región. Solo en 1934 se convocaron seis huelgas generales y treinta huelgas locales, a las que les sucedió la gran insurrección armada de octubre de aquel año, preludio de la Guerra Civil.
Hoy el carbón asturiano tiene un aporte minúsculo sobre la economía nacional. Las operadoras eléctricas están obligadas a comprarlo para generar electricidad en centrales térmicas muy contaminantes.
Mineros quedan muy pocos, unos siete mil frente a los treinta mil que llegó a haber en sus mejores tiempos, pero viven al margen del mercado.
El sector no vive de ofrecer a la sociedad un producto que esta demanda, sino de subvenciones directas inyectadas en empresas públicas y dirigidas a mantener empleos blindados por decisión política.
El trabajo en la mina sigue siendo duro, aunque ahora está bien pagado y los mineros gozan de gran número de privilegios laborales desconocidos para otros españoles.
Aunque se jubilan pronto, su salud queda devastada después de vidas laborales cortísimas, que los condenan a vivir de pensiones estatales y de la siempre voluble dadivosidad de los políticos.
Nadie gana en este negocio, a excepción de los sindicalistas profesionales, que hacen su agosto a costa de jugosos subsidios sin que tengan necesidad de picar una sola veta de carbón en toda su vida.
Los consumidores pagan la electricidad más cara, la población de las cuencas ve cómo su futuro queda atado generación tras generación a una actividad sucia y nada rentable, y el Estado vive permanentemente enfangado en una industria improductiva que sale por un pico y que termina siempre con dinamita de por medio.
Quizá haya llegado la hora de poner punto final a una minas que nunca deberían haber existido.
NOTA .- leer artículo original en ‘La Gaceta’