La muerte de Rita Barberá ha reabierto el debate sobre los excesos de la pugna política

España: la corrupción como agitador social y la pena de telediario

El hartazgo ciudadano con los abusos de ciertos políticos es creciente y justificado, pero las sentencias en una democracia las dicta el poder judicial

El partido de Rivera se niega a rectificar el principio de que un político procesalmente imputado por un caso de presunta corrupción sea apartado de su cargo o expulsado de su partido

LA muerte de Rita Barberá ha reabierto el debate sobre los excesos de la pugna política y la merma de calidad democrática que causan el sectarismo ideológico, los abusos mediáticos, el doble rasero en la exigencia de ejemplaridad pública y la vulneración de la presunción de inocencia. El Pacto Anticorrupción suscrito entre el PP y Ciudadanos como argumento sobre el que sustentar el acuerdo de investidura ha sufrido su primer golpe.

El partido de Rivera se niega a rectificar el principio de que un político procesalmente imputado por un caso de presunta corrupción sea apartado de su cargo o expulsado de su partido.

Probablemente sea excesivo obligar a un político a renunciar a su carrera por el mero hecho de resultar investigado, porque la persecución mediática que sufre, el desgaste emocional o el menoscabo de su prestigio con sistemáticas penas de telediario nunca resultarán compensados en el hipotético caso de resultar absuelto.

Son muchos los casos de políticos apartados prematuramente por la fuerza de una opinión pública manipulada y jaleada como una jauría predispuesta a aceptar las condenas preventivas como parte inherente a una democracia sana.

No lo son. La presunción de inocencia es un principio digno de ser protegido. La cacería de políticos como modo de satisfacer las ansias de una justicia social sin garantías no es compatible con un Estado de Derecho.

Informar y opinar con independencia y rigor no solo es algo legítimo para todos los medios de comunicación, sino una tarea obligatoria para asegurar el control de la actividad pública. Sin embargo, nunca debería serlo manipular, acosar, tergiversar o mofarse recurriendo a una interpretación extensiva de la libertad de expresión.

La extrema izquierda política, sociológica, cultural y mediática ha logrado imponer, sobre la base de una demagogia inasumible, unas reglas del juego que han aceptado con resignación la socialdemocracia tradicional, el centro político y la derecha.

El hartazgo ciudadano con la corrupción es creciente, pero quien dicta sentencia es el poder judicial. O así lo habíamos aceptado los españoles desde 1978. Cabe plantearse si está demasiado alto el listón para que un político del que aún no se ha demostrado una sola ilegalidad sea apartado en virtud de meros indicios sin saberse siquiera si son delictivos.

Es una trampa diabólica porque tampoco esa extrema izquierda que impone normas de moralidad pública las respeta cuando quien las contraviene es uno de sus miembros.

El doble rasero a la hora de medir la ejemplaridad -inocuo si es de Podemos, por ejemplo, y criminal siempre si es del PP- es pernicioso para la democracia; tanto como lo son la manipulación informativa en busca de linchamientos gratuitos y el sentimiento de desamparo jurídico y social que siente un político cuando recae sobre él la sombra de una mínima sospecha.

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