LA experiencia de todos los gobiernos que en democracia han necesitado someterse al chantaje del nacionalismo para garantizar la gobernabilidad ha resultado muy negativa para los intereses de España.
El nacionalismo no es solo un pedigüeño eternamente insatisfecho, sino que abusa de la paciencia del resto de los españoles. Siempre se salieron con la suya, hasta alimentar el fantasma del separatismo como la última concesión del Estado. Cataluña se sostiene hoy rescatada por el resto de los españoles a través del Fondo de Liquidez Autonómico.
La Generalitat ha recibido más de 60.000 millones de euros de todos los españoles en los últimos años para poder pagar sus facturas. Anteriormente, los distintos gobiernos, tanto del PP como del PSOE, han accedido a que Cataluña asuma competencias de autogobierno muy superiores a las de otros muchos Ejecutivos europeos pertenecientes a países con una organización federal de su Estado; es la única comunidad de España con la transferencia de las prisiones concedida, y el Estado ha hecho la vista gorda contra las eternas ilegalidades en Cataluña contra la bandera, el castellano o la manipulación ideológica en las aulas.
Pero del «pacto del Majestic» al «oprobio de Pedralbes», escenificado el pasado jueves, nada es suficiente para los profesionales del chantaje. España no le debe absolutamente nada a los partidos nacionalistas, cuya representación parlamentaria es muy superior a la que debería ser.
Condicionan la política de España contra la misma esencia de España, algo consentido como el único remedio posible para la gobernabilidad. Una reforma de la ley electoral que corrigiese esa suprarrepresentación separatista aliviaría muchos de los males de nuestra vida política.
