Da igual que en el verano anden correteando en «topless» por la playa o que ejerzan en casa de feministas furibundas
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Nos lo hemos ganado a pulso. Nos atacan a traición, por detrás, y encima nos acusan de ponernos de espaldas. O a cuatro patas, que casi es lo mismo.
Salen nuestras periodistas por el mundo y si les dicen que toca ponerse velo, se lo encasquetan. Sin rechistar.
Da igual que en el verano anden correteando en «topless» por la playa o que ejerzan en casa de feministas furibundas.
Pero llega aquí a un juicio la hermana de un terrorista islamista y si no le da la gana de levantarse la rejilla del burka, no se la levanta. Y no pasa nada. Imaginen que Fátima Hssisni se hubiera negado por segunda vez.
¿Qué hubiera hecho el juez Gómez Bermúdez? ¿Ordenar a los policías que descubrieran su rostro a la fuerza?
Me temo que el magistrado -de los pocos que los tienen bien puestos- habría buscado una componenda y evitado las medidas drásticas, para no aguantar la alharaca de los medios de comunicación.
España es desgraciadamente así. Somos un país que se avergüenza de su historia. Aquí no es que no se celebren las grandes batallas de nuestro pasado; es que ni siquiera se conmemoran.
Zapatero alardeaba con nuestra pertenencia a la Champions League de la Economía, pero llegan Evo Morales o Hugo Chávez, ponen a parir a nuestros antepasados y a nuestras empresas y nadie dice ni mus.
Son actitudes que tienen efectos secundarios. Alemania es un gigante económico y un enano en la escena internacional.
Su ejército, perfectamente dotado y muy bien financiado, desfila que da gusto pero en escenarios como Afganistán parece de juguete al lado del británico.
No sé si los germanos han tenido como nosotros un ministro de Defensa que prefiere morir a matar, pero sus militares, como los nuestros, operan con reglas de enfrentamiento «muy respetuosas» con el enemigo.
Y pasa lo que pasa.