Gobiernan con brillantez en sus parcelas y pierden los papeles en cuanto se tienen delante

El derbi entre Alberto Ruiz-Gallardón y Esperanza Aguirre

El aspecto doloroso es que enfrenta a dos dirigentes de primerísimo nivel a la vista de todos

El mayor daño que hacen a su propia causa es proyectar entre ambos la imagen de que el suyo es un partido en el que no caben juntas personalidades admirables

Este sabado se disputó en Madrid un derbi, en el que el Real Madrid comenzó paseándose y con un 3-0 de ventaja y terminó en pelea de infarto cuando el Atlético metió dos goles y a punto estuvo de llevarse el encuentro, pero desde hace un lustro largo se viene sucediendo en la capital otro enfrentamiento de máxima rivalidad local.

Y a diferencia de lo que pasó en el fútbol, donde la emoción tuvo pegados a los asientos a los espectadores hasta el último segundo del encuentro, en el «derbi» político madrileño el público asiste porque no le queda más remedio y no disimula su hastío, su cansancia y sus ganas de que acabe de una vez.

Se trata del largo y tedioso combate político entre el alcalde Alberto Ruiz-Gallardón y la presidenta regional Esperanza Aguirre, un tenaz y trabado duelo de ambiciones y rencillas enconado por la particularidad de que sus protagonistas pertenecen al mismo equipo, único perdedor seguro de una pugna tan encarnizada como estéril.

Escribe Ignacio Camacho en ABC que, aunque el balance provisional de este derbi no acaba de pasar nunca del empate, empieza a cundir la inquietante sensación de que ambos parecen dispuestos a consumar su autodestrucción política con tal de tumbar también al adversario… y si es menester llevarse al entrenador por delante.

El aspecto más doloroso de esta porfía consiste en que enfrenta a la vista de todos a dos dirigentes de primerísimo nivel, activos tan singulares de la escena pública española que se consideran con posibilidades de desempeñar en ella un rol más elevado sin reparar en que el pulso cainita neutraliza sus fuerzas y disuelve sus expectativas.

Aguirre y Gallardón son, cada uno a su estilo, excelentes gobernantes y carismáticos captadores de votos; tienen talento, intuición, cultura y experiencia, y gozan de una popularidad y un aprecio insólitos en nuestra deteriorada clase política.

Conscientes de esas dotes de liderazgo las han desplegado con estrategias desacertadas hasta provocar un serio hartazgo en su propio partido, cuyos militantes los contemplan ya como casos perdidos enredados en intrigas desleales que empobrecen su tarea común y proyectan una inmerecida sombra sobre sus consolidados logros de gobernanza.

Trabados como púgiles en el decimocuarto asalto, ya no son capaces de levantar la mirada y se fajan con golpes -alguno incluso bajo- de desgaste y rutina, para tratar de recomponerse luego en escenas de falsa cordialidad deportiva.

Se detestan sin pudor y, al margen de que en algún episodio la una lleve más razón que el otro, o a la inversa, lo único que han logrado es nublar sus perfiles de excelencia con una sórdida pátina de rencores.

El suyo es un contraste chocante: gobiernan con brillantez en sus parcelas y en cuanto se tienen delante pierden el oremus y no desperdician una ocasión de equivocarse.

Por supuesto que cada cual cuenta con sus partidarios incondicionales, esos que nunca son capaces de formularles una objeción, pero la mayoría de simpatizantes y votantes del PP están fatigados de su persistente antagonismo.

Ése es el mayor daño que le hacen a su propia causa: proyectar entre ambos la imagen de que el suyo es un partido en el que no caben juntas personalidades admirables.

 

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