Jesús Manuel Villegas Fernández, Magistrado del Juzgado de Instrucción número dos de Bilbao

El Poder impotente: la mutilación de los Jueces españoles

"Los jueces españoles, un colectivo manso, casi borreguil, hasta que la vicepresidenta del Gobierno manifestó su deseo de suspender a un magistrado crucificado en un juicio paralelo"

El Poder impotente: la mutilación de los Jueces españoles
Mazo, imagen de la Justicia.

Algunos parecen deleitarse con el hedor de la mugre que embadurna la toga. Y es que, bien mirado, un fiscal plenamente independiente equivaldría a un juez instructor. Para ese viaje no hacen falta alforjas

La revista Difusión Jurídica ha publicado un artículo, de fecha 10 de febrero de 2010, de Jesús Manuel Villegas Fernández, Magistrado del Juzgado de Instrucción número dos de Bilbao.

El extenso texto lleva semanas circulando por el mundo jurídico, siendo comentado en privado por jueces, fiscales y abogados que de manera viral lo difunden por medio de sus correos electrónicos.

El magistrado Villegas hace un duro alegato contra los juicios paralelos de la prensa y contra el Gobierno, al que acusa de haber politizado la Justicia, en especial del uso que hace de los fiscales.

Por su interés, reproducimos a continuación el artículo.

EL PODER IMPOTENTE: LA MUTILACIÓN DE LOS JUECES ESPAÑOLES

El 21 de febrero del año 1848 salía a la luz en Londres el manifiesto comunista, auténtica declaración de guerra proletaria contra el capital. Sus autores, Marx y Engels, no tenían empacho en pregonar:

«Sie erkären es offen, dass ihre Zwecke nur erreicht werden können durch gewaltsamen Umsturz aller bisherigen Gessellchaftsordnung. Mögen die herrschenden Klassen von einer Komunistiches Revolution zittern».

(-Los comunistas- proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden alcanzarse mediante el derrocamiento violento de todo el orden social actual. Deberían temblar las clases dominantes ante una revolución comunista).

El estilo oratorio ha cambiado mucho desde entonces. Hoy día generaría rechazo un tono tan agresivo. Mucho más si proviniera de los supuestos guardianes del orden jurídico, esto es, los jueces. Sin embargo, el ocho de octubre del año 2008 ocurrió algo insólito.

Cuál aquél fantasma revolucionario que recorrió Europa en el siglo XIX, el poder judicial se revolvió con tanta intensidad que algunos calificaron los acontecimientos de «Rebelión Judicial» (Diario «El Mundo», edición de 20-XII-08).

Los jueces españoles habían sido tradicionalmente un colectivo manso, casi borreguil, hasta que la vicepresidenta del Gobierno de la Nación, en unas declaraciones ante la prensa, manifestó el cinco de octubre del año 2008 su deseo de que se le impusiera una sanción de tres años de suspensión a un magistrado al que la opinión pública había ya crucificado en un juicio paralelo, atribuyéndole la responsabilidad por la muerte de una niña indefensa.

No es que lo acusaran de haberla matado con sus propias manos; se contentaban, tan sólo, con achacarle una negligencia profesional, por no haberse cuidado de que el pederasta que la asesinó permaneciera entre rejas.

Una buena porción de la magistratura entendió tales propósitos como una ofensiva frontal contra su independencia y, a partir de ese momento, emergió un movimiento espontáneo denominado «ocho de octubre».

Los jueces, valiéndose de la tecnología informática, se comunicaron entre sí mediante el correo electrónico y se atrevieron a protagonizar dos huelgas, hecho inaudito dentro de un colectivo hasta la fecha tan sumiso.

Lo que nació como una manifestación unitaria de fuerza fue perdiendo fuelle hasta que, desorganizados y dispersos, parecieron retornar los rebeldes togados a su estado de inveterada docilidad. Mas de improviso, a principios del año 2010, otra vez bullía el correo profesional al circular un manifiesto titulado «Por la despolitización e independencia judicial».

Una cincuentena de jueces denunciaban los intentos de politizar el poder judicial y la creciente pérdida de independencia. Tras rememorar los últimos acontecimientos, reclamaban la democratización de la carrera, la mejora de las condiciones materiales así como la dignificación de su status profesional.

A fin de conseguir estos objetivos proponían la creación de una organización y estructura permanentemente operativas que, sin restar espacio de las asociaciones judiciales, coadyuvara a la unificación de esfuerzos. Poco a poco, un goteo de adhesiones fue elevando a cientos el número de partidarios.

¿Y AHORA QUÉ?

Como juez destinado desde hace años en el País Vasco, ofreceré a continuación mi visión particular.

En realidad, es una continuación del artículo con el que colaboré en esta misma revista hace un año titulado «Revolución en vez de huelga».

Es una buena ocasión para recapitular. Pero no sólo para eso. También para dialogar con la abogacía española.

En los años `40 del siglo XX el procesalista italiano Piero Calamandrei publicó un opúsculo titulado «Elogio de los jueces escrito por un abogado».

Permítaseme, con toda modestia, emularlo con estas líneas que aspiro a ofrendar como reconocimiento sincero a nuestros letrados. Dada la creciente degradación de la Administración de justicia, probablemente se conviertan en el último bastión de la independencia judicial.

Quizás sea, inconscientemente, una llamada de auxilio a un colectivo en el que no he perdido todavía, ni creo que lo haga nunca, la confianza.

Y, dicho sea de paso, a Fiscales, Secretarios y resto de funcionarios judiciales. Todos ellos son servidores de la Justicia («operadores jurídicos» como gustan los engolados cursis del eufemismo). No seamos tan ingenuos de imaginar que si nos sentados a mirarnos el ombligo, otros resolverán los problemas. Si nosotros no nos movemos, nadie lo hará.

Ni que decir tiene que estas reflexiones son estrictamente personales. No represento a nadie, ni quiero hacerlo. Por eso, me tomo la libertad de exponer una anécdota que viví yo no mucho después de tomar posesión en mi destino vizcaíno. Hela aquí:

Durante una las guardias como juez instructor, me habían presentado un detenido extranjero (inmigrante ilegal por más señas) para resolver sobre su situación personal. El representante de una de las partes le preguntó:

-«¿Cuánto lleva Vd. aquí?

A lo que contestó el imputado:

– «En Bilbao, un año».

No le di más importancia al asunto, pero percibí que su interrogador se removía inquieto, e insistía:

– «No, le digo, aquí».

El pobre hombre, más bien confuso, respondió:

– «En la calle San Francisco, unos meses, pero antes estuve en un albergue…».

Todavía insatisfecho, le replicó:

– «Digo en el Estado».

– «¿En qué estado?», suplicó el interpelado sin entender nada.

Entonces me sentí invadido por una súbita iluminación e intervine para desfacer el entuerto:

– «El señor se refiere a cuánto hace que Vd. entró en España?»

Enigma despejado. Me costó algo de tiempo percatarme de que la palabra «España» era maldita para muchos.

Como esos campesinos de antaño, que decían «bicha» por no mentar «serpiente», animal diabólico cuya mera pronunciación contamina los labios de las almas inocentes.

Curiosamente, se había creado una especie de código lingüístico, muy extendido, que simplemente eludía complicaciones suprimiendo de su vocabulario el término impuro.

Recordaba al pudor ante el sexo contra el que se topó Freud cuando abrió las puertas de la ciencia a aquellos rincones del espíritu humano que la mojigata represión había aherrojado bajo siete llaves.

La mentalidad mágica del salvaje que se humilla ante el tabú, como reveló el antropólogo Lévi-Strauss, no es privativa de las civilizaciones primitivas, sino que anida con parejo vigor en el corazón del civilizado ciudadano occidental.

Como se imagina el lector, jamás suprimí de mi léxico el nombre de la nación donde había nacido. Algunos, con la mejor de sus intenciones ideológicas, me decían para congraciarse conmigo: «eres andaluz» (pues nací en Córdoba), a lo que siempre agregaba: «¡Claro! y, por tanto, español».

Me llamó muchísimo la atención que se alcanzara un nivel de politización tan agudo que hasta se retorciera el normal uso del idioma. El manifiesto judicial citado, en uno de sus puntos, advierte contra la creación de consejos de justicia autonómicos.

Como juez de profesión, no soy quién para inmiscuirme en los designios del Legislador. Mi labor es aplicar la Ley. Y punto. Si se crean dichos consejos, los acataré, como el soldado que obedece a sus mandos. El juez debe huir de la política como alma que lleva el diablo.

Aun así, como ciudadano, no dejo de preguntarme cuáles serían sus competencias:

  • ¿Acaso tendrían esos órganos de nuevo cuño influencia sobre nuestros permisos y licencias?;
  • ¿nombramiento de substitutos?…
  • ¿facultades disciplinarias?

Si a accediera a ellos, aunque fuese sólo indirectamente, la voz de representantes de los violentos secesionistas, el panorama para los jueces maketos como yo sería aterrador. Sin comentarios.

El problema, empero, afecta a la totalidad de la arquitectura institucional de nuestro país, no sólo de una de sus regiones. La clave radica en un error de concepto.

Las modernas tendencias doctrinales dan por superada la clásica doctrina de la neutralidad ideológica del juez. Ahora, en cambio, se espera de él «se manche la toga».

Desde un punto de vista filosófico, buena parte de la culpa de esta tergiversación proviene la filosofía positivista. Según autores como Herbert Hart, las normas jurídicas poseen una «textura abierta».

Esto es, albergan un consubstancial grado de indefinición, nunca son lo suficientemente claras.

De ahí que el juez siempre disfrute de un margen de maniobra para, sin salirse del marco legal, bascular conforme a su ideología personal: hacia la izquierda o hacia la derecha, meciéndose al son de su inspiración particular. Sin remordimientos.

Mas aun, sería su deber. Su compromiso social se lo exigiría. Ante cada litigio, por consiguiente, se le ofrecería un ramillete de soluciones válidas, todas ellas por igual.

El lógico argentino Alchourrón lo ilustra comparándolo con una obligación alternativa de las que regula el Derecho Civil: al deudor se le da a cumplir entre varias prestaciones y extingue el crédito con tal de que opte de buena fe por una de ellas (vg. pagar en metálico o en especie). Lo mismo el juez: escoge del jardín ideológico la flor que más agrade a su olfato. Y todos tan contentos.

Otros pensadores como Ronald Dworking defienden que sólo hay una solución correcta: la justa. Es verdad que este profesor anglosajón abandera una tendencia que pone el acento en factores extrajurídicos, como la moral.

Con todo, sus enseñanzas vuelen a colocar las cosas en su sitio, dando carpetazo a las veleidades partidistas. Pero al juez español, no lo olvidemos, sólo le está concedido acudir a la moral cuando la ley lo prevea expresamente (como en el artículo 1.255 del Código Civil). No digamos, pues, a la ideología extrajurídica.

En los demás supuestos, debe atenerse estrictamente al Derecho. Claro está, no a merced de una ridícula visión legalista, que lo reduzca a un autómata de la literalidad del precepto, sino atendiendo a su espíritu y finalidad; combinando la norma positiva con los principios y la costumbre dentro de un sistema racionalmente armónico.

Esa ha sido la enseñanza de la que nos hemos imbuido los que ya tenemos cierta edad. Viene de lejos. El jurisconsulto decimonónico Von Thur lo exponía con soberbia maestría: el juez derivará lógicamente los principios jurídicos del conjunto del ordenamiento legal. Es una labor intelectual, no ideológica. En nuestra patria, García de Enterría ha escrito sabias palabras sobre el compromiso del juez con el Derecho y con nada más.

Con todo es palmario que, a veces, los textos positivos son obscuros, contradictorios o aparentan atentar contra la equidad. En estos «casos difíciles» se manifiesta la grandeza de nuestro oficio: el juez resuelve según «su conciencia», mas no abandonándose sus propias opiniones subjetivas, sino a la justicia objetiva.

Y lo hace, con frecuencia, en contra de sus preferencias personales, de su ideología política o religiosa. Entonces dignifica como nunca la alta misión de la que es titular. Se convierte en intérprete del soberano, que es el Pueblo.

Pero no se deja arrastrar por los sentimientos de la muchedumbre, al estilo de los totalitarismos fascista o comunista, sino que obra prudentemente, escrutando desde la lógica el sistema jurídico, estudiando con sosiego el Derecho vigente.

A algunos, empero, les complacería que el juez renunciara a su neutralidad, se olvidase de su apoliticismo y se hundiera hasta las trancas en el lodazal de la arena social, atento a las señales que unos y otros le hacen llegar. Están de moda las togas sucias. Al poder político, huelga decirlo, le viene de perlas este modelo de activismo judicial.

Hasta ahora esa postura de abstención ideológica ha sido la mayoritaria entre los profesionales del foro. Pero me da la impresión de que soplan nuevos aires. El Diario Vasco publicaba el siete de julio del año 2007 una entrevista a una compañera de nuestra carrera que afirmaba literalmente: «se ha de ser imparcial, pero nunca neutral», al tiempo que clamaba por la existencia de «jueces con ideología»,»abiertos a los reflejos que te envía la sociedad».

Según ella, «la neutralidad implica siempre pasividad y esconde, como lo hace la palabra apolítico, ideas y actitudes siempre reaccionarias». Acaba criticando la democracia «formal» y propugnando la «revolución».

Es una cantinela añeja, que rezuma rancia humedad. Este discurso trasnochado evoca los planteamientos primigenios del «uso alternativo del derecho», filosofía de moda en la Italia de la posguerra.

En sus orígenes sirvió como una legítima reacción contra el inmovilismo de la Corte Suprema, todavía apegada al fascismo, que se negaba a conferir valor vinculante a la Constitución. Análogamente a la legislación franquista, los teóricos conservadores se inclinaban a contemplar la Carta Magna como una colección de meras manifestaciones programáticas, sin valor jurídico directo. Afortunadamente, eso cambió: hoy día nadie duda de que la Constitución sea un ley: la Ley Suprema.

No obstante, determinadas posturas marxistas acogieron una visión iusalternativista que quiebra la separación de poderes y sitúa al juez en el centro de la contienda política: su obligación sería hacer la revolución, capitaneando la lucha de pobres contra ricos, obreros contra patronos (y, quien sabe si en el día de hoy, mujeres contra varones, inmigrantes contra nacionales…).

Es más, estos activistas se inspiraban en la propia Constitución, en cuyo artículo nueve (a la guisa de los precedentes portugueses e italianos) creían ver la espoleta para el estallido de la venidera revolución social. Se huele el tufo revolucionario del manifiesto comunista, si bien hábilmente limadas sus aristas violentas.

No se vaya a imaginar que el sesgo ideológico aqueja sólo a la izquierda. La derecha se empecinó por inocular durante el franquismo sus prejuicios éticos o religiosos dentro del cuerpo judicial. En la actualidad nos sorprenden de vez en cuando algunos que no saben alzar barreras entre sus creencias y su profesión.

En España la férula de lo políticamente correcto (tradicionalmente de corte progresista) mantiene en muy buena medida refrenadas veleidades de esta índole. En otros países, como los Estados Unidos, la contaminación partidista de signo conservador es tan sofocante que a nuestros ojos europeos causa repulsa, por no decir repugnancia.

Una concepción del Derecho fuertemente teñida de ideología convine a los políticos, de uno u otra bando, para controlar el Poder Judicial. ¿Cómo?

El estamento político no necesita presionar a ningún magistrado para que se arrodille y se deje seducir. Existe un procedimiento más sutil, pero no por ello menos eficaz. Consiste, simplemente, en colocar a los afines a su cuerda en los puestos clave y aguardar a que, motu proprio, resuelvan en el sentido que más les convenga a sus intereses.

Esto es algo que lo sabe todo el mundo; entre pasillos se habla sin tapujos. Aun así, se intenta justificar este estado de cosas pretextando que, una vez nombrados, obran los apadrinados con independencia.

Pues bien, hasta cierto punto eso es cierto. Los jueces, en su inmensa mayoría son honrados. Aplican las normas creyendo sinceramente que hacen justicia. La Psicología, en trabajos como los de Lewin, da cuenta de un fenómeno apasionante: la «disonancia cognitiva».

Esto es, las personas, como regla general, aspiran con franqueza a obrar según sus convicciones. Si emerge alguna contradicción entre sus actos y sus principios se esfuerzan por salvar la distancia: o bien cambian sus creencias; o bien sus obras. El truco radica en que los jueces no experimenten esa disonancia, sino que estén cómodos, sin apenas percibirlo, en manos del poder político.

La idea es que el juez, dentro de unos márgenes, se sienta liberado del espíritu legal. Que, sin sentimiento de culpa, ajuste la ley al caso concreto. Pero no desde una óptica estrictamente jurídica; antes al contrario, la perspectiva será «social», «moral», «ideológica»… en una palabra:»extrajurídica».

Planteamientos filosóficos con los antes expuestos ayudan a amortiguar las fricciones psicológicas. Hará el magistrado, pues, «justicia material», reinterpretando la norma para acomodarla a su ideología personal (que, naturalmente, será para él la justa). Ideología que, no por casualidad, estará en sintonía con los intereses de quienes lo hayan promovido.

Condición indispensable para que funcione este mecanismo es la de averiguar cuál sea la ideología de cada juez. Un error de designación sería catastrófico, como preparar un plato confundiendo la sal con el azúcar. Por es,o el político debe asegurarse de que el juez esté ideológicamente marcado, cual res con la señal ígnea de su rebaño.

En este contexto no extrañan artículos como el que apareció en el diario «El País» el 18 de enero del año 2009. En un tono más bien grosero, despotrica contra el sistema de oposiciones, que otorga uno de los poderes del Estado a unos jovenzuelos que no han hecho otra cosa que empollar para ganarse un puesto de funcionarios cuando, en realidad, tal vez lo que les habría apetecido sería montar una granja de pollos.

Se lamenta de que nadie le haya preguntado al candidato si era «beato, conservador, autoritario». Muy lógico, puesto que es capital catalogar el juez, colorearlo ideológicamente para que no haya sorpresas. Por otro lado, insiste el periodista en que «el Estado tiene desprotegido ese flanco por donde puede colarse toda clase de enemigos políticos». Llamativo vocablo: «enemigos»; pero ¿de quién?

Pues, de los partidarios de la politización de la justicia. Aquí se entiende la obsesión por entregar la instrucción al Ministerio Fiscal. Un jovencito recién ingresado en la carrera es muy peligroso. Para él la Justicia no es un mito; no ha perdido aún la ilusión.

Si a uno de estos tiernos «juececitos» (petit juge, como dicen los franceses) lo llama algún pez gordo para que sea «sensible a la realidad social» o para que abandone su neutralidad (que no su imparcialidad, faltaría más), es probable que el primer pensamiento de este retoño sea avisar a la Guardia Civil.

El articulista no anda del todo desencaminado. Mi experiencia personal lo avala. Cuando tomé posesión de mi primer destino, había dedicado la vida entera al estudio. No sabía ni siquiera lo que era la cuenta «B».

¿Qué ocurrió?

Algún justiciable pensó que yo estaría en contacto con la «realidad social» y que no me escandalizaría ante lo que, al fin y al cabo, es un secreto a voces; todos lo hacen y nadie se escandaliza.

«¿Dinero negro? No, por Dios, sólo contabilidad creativa». Obviamente, a Hacienda llegó puntualmente testimonio íntegro de las actuaciones.

Eso sí, confieso que no tuve nada que ver con ningún pollo.

Pero, ¿quién sabe donde pararán las cosas para las futuras generaciones?; supongo que todo es cuestión de acostumbrarse. Vaya uno a saber.

El Ministerio Público se adapta mucho mejor a estos designios de sumisión política. No porque los fiscales sean menos honrados que los jueces.

Antes bien, forman un cuerpo ejemplar de funcionarios de carrera, con un espíritu de trabajo y preparación jurídica que no tiene nada que envidiar al de la judicatura.

Sin embargo, las cautelas institucionales son menores. El riesgo de manipulación mayor. Su estructura burocrática está llena de resquicios por donde colarse la arbitrariedad. Una cúpula fiscal sin escrúpulos tendría un campo de maniobra muy vasto, ya que el peso de la jerarquía es enorme.

Si algún abogado fiscal (mocito idealista) resultara molesto para el poder, no costaría mucho encomendarle su trabajo a otro; o bien, exiliarlo a un juzgado que sea un agujero negro (son legión, como sabemos); o bien mandarlo a hacer guardias a los pueblos; o bien reubicar el cuadro de vacaciones; o bien…¿qué más da? Es sencillo escribir torcido con renglones derechos.

El absurdo conceptual, a la postre, proviene de encomendar la investigación criminal (actividad supuestamente objetiva) nada más y nada menos que a una parte procesal.

Nótese que, cuando se ha propuesto configurar un Ministerio Fiscal al estilo italiano, absolutamente desligado del Ejecutivo, los partidarios de la reforma se hayan rasgado las vestiduras clamando contra la «funcionarización» de la Fiscalía.

Algunos parecen deleitarse con el hedor de la mugre que embadurna la toga. Y es que, bien mirado, un fiscal plenamente independiente equivaldría a un juez instructor. Para ese viaje no hacen falta alforjas.

Puestos ya, ¿qué diremos de la justicia de proximidad? El juez cercano al ciudadano. O sea, elegido por el Ayuntamiento (u otro poder político) entre miembros relevantes de la comunidad que estén al tanto de «la realidad social»; que sean sensibles a «los mensajes que la ciudadanía les envía»; «que sintonicen con el sentir popular».

Si algún engendro esta ralea llega algún día parirse, empezaremos a oír a jueces que en el País Vasco acudan a circunloquios para no mentar a la bicha por su nombre de pila.

¿CUÁL ES LA CAUSA DE ESTA PROPENSIÓN A DOMENAR LA JUSTICIA?

Por paradójico que parezca, que la España democrática ha estado muy cerca de conseguir la verdadera genuina judicial. Durante la dictadura franquista los jueces eran nominalmente libres. Con todo, habría sido impensable que sentaran en el banquillo a algún Ministro.

En la democracia, ya ha sucedido. El poder político, por pura supervivencia, debe desplegar sus apéndices hasta las más íntimas cavidades del cuerpo social. En otras naciones más veteranas es moneda común la politización de la justicia.

En los Estados Unidos los magistrados del Tribunal Supremo, sin ninguna hipocresía, son elegidos directamente por el poder político, en virtud de sus tendencias ideológicas. Parafraseando humorísticamente a Lenin:

«Independencia judicial, enfermedad infantil de las democracias primerizas».

En nuestro país, y en el Continente en general, las apariencias se guardan más. Mas, en el fondo, la deriva del sistema no es tan distinta Recordémoslo: los políticos escogen a los vocales del Consejo y estos, a su vez, a los magistrados del Tribunal Supremo (que opera como corte de casación).

También a los presidentes de las Audiencias Provinciales y de los Tribunales Superiores de Justicia. Todo queda en casa.

No es que los gobernantes sean un atajo de perversos malhechores frente a los jueces, criaturas angelicales de irreprochable conducta. Maniqueísmos como estos, amen de ser risibles, mueven a la confusión, y nos alejan de la explicación del problema.

Lo que ocurre es que el político depende de los votos para mantenerse en el poder. Si no comprende bien esta implacable realidad, perderá las elecciones. Por consiguiente, a él sí que no le queda más remedio que estar atento a los mensajes que la ciudadanía le manda, al sentir social, a los movimientos de la opinión pública.

De ahí su lógica aspiración a controlar el Poder Judicial. Es algo tan sencillo como que el partido político que más influencias posea entre la judicatura estará en una posición de salida más ventajosa en la carrera electoral. El daño de estar sentado en el banquillo, si aspira a ser candidato, es incalculable. Mejor es prevenir que curar. Abortemos, por ende, ab initio, los movimientos judiciales adversos.

Reflexionemos con un ejemplo realmente esperpéntico. El periódico «La Razón» publicaba el cuatro de febrero del año 2010 un artículo donde se leía:

«El Tribunal Supremo ha rebajado la pena de 18 años y seis meses a los violadores de una joven porque las lesiones sufridas por la víctima no «exceden de las naturales secuelas que conllevan esas conductas criminales». Es decir, que como no le cortaron el cuello ni la quemaron viva ni la mataron a golpes hay que darle las gracias y premiarlos. Hay jueces que merecerían probar de su propia medicina.» (….). Si la ley permite estos atentados al sentido común, urge cambiar el Código Penal o el cerebro de los jueces que sentencian de espaldas a la realidad social. Dios nos libre de estar ante un juez».

Estas palabras, pese a su tosquedad intelectual, son muy significativas. Semejante libelo apuesta por el ideal de unos magistrados atentos al sano sentimiento de justicia del pueblo, incluso al margen de la Ley. La «realidad social» aparece como una excusa para someterlos a un lavado de cerebro.

Si algún abogado se descolgara en sala con tal sarta de disparates, el tribunal no le haría ni caso. No es que se irritara, es que se reiría. Ese letrado enloquecido habría perdido el litigio, seguro. Los juzgados son templos de la prudencia, del saber jurídico, no escenarios donde se desatan las bajas pasiones, como una pelea de gallos.

He aquí la diferencia entre un político y un juez. Al primero no le quedaría más remedio que escuchar voces como éstas. Si no lo hiciera, peligraría su coche oficial. El segundo no le haría ni caso a estos burdos clamores vengativos. Y si lo hiciera, prevaricaría.

Por eso es crucial que la maquinaría judicial se mueva en la dirección que mas convenga a la casta dirigente. Unas ruedecillas del engranaje para la izquierda; otras, a la derecha.

Es el esfuerzo de un concienzudo relojero que ha de velar por que el mecanismo marche sin sobresaltos, puliéndolo y untándolo con tantas dosis de ideología como fuere menester.

Y, sobre todo, conservando en sus manos la facultad de elegir quién accede a la carrera y donde se sitúa: supresión del sistema de oposiciones, justicia de proximidad, consejos autonómicos, instrucción por el fiscal…todo tiene un sentido encaminado a optimizar el rendimiento de los rivales por el pastel electoral.

¿CUÁLES SON LAS SOLUCIONES?

La última palabra será del Legislador. Aun así, sin invadir competencias de nadie, los jueces sí que estamos llamados a aportar nuestro granito de arena.

Por ejemplo, firmando este manifiesto por la despolitización y la independencia. Aunque encierre algunos aspectos discutibles, es un instrumento excepcional para salir de nuestra postración.

Sobre todo en lo que concierne a un punto: la necesidad de democracia interna. A los jueces se nos trata como a un cuerpo tullido, impotente.

Carecemos de órganos de representación propios. El Consejo General del Poder Judicial nos gobierna, pero no refleja nuestra opinión. Su misión es otra.

En una visita efectuada el año pasado a Bilbao por una de sus comisiones, se le propuso a sus vocales la construcción de un sistema de representación basado en la idea de «un hombre, un voto».

¿La respuesta?

«Ya confeccionamos encuestas que, por cierto, no rellenáis ni la mitad de vosotros cuando os las mandamos».

«ENCUESTAS»

Era el método del despotismo ilustrado: «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo». Cualquier cosa menos permitir que los gobernados se organicen por ellos mismos.

Luis XVI ordenó que se redactaran los «Cahiers de Doléances», cuadernos de quejas en los que, hasta el más pequeño de los municipios de su reino, le elevaba sus cuitas y le suplicaba su solución. Noble espíritu el de aquél monarca bueno que fue derrocado por las turbas desenfrenadas.

Seguro que las intenciones del Consejo son igual de bondadosas.

Ahora bien, no pasemos por alto que el régimen prerrevolucionario era una monarquía absoluta.

¿Es esa la situación de los magistrados españoles, o se nos deja alguna vía para expresar nuestra opinión como colectivo?

El cauce que se nos proporciona es el de las asociaciones judiciales. Valga esta ocasión para rendirles homenaje, por los servicios que nos prestan a todos.

Sin embargo, son insuficientes. Encarnan un sistema de representación indirecta.

El sufragio directo es siempre más democrático. A no ser, claro está, que se tema conocer la voluntad mayoritaria de la carrera judicial, sin fisuras ni mutilaciones. Además, subyace otra cuestión que no es baladí en absoluto: algunas de ellas están muy próximas al poder político.

Son una forma de colorear a los jueces según sus preferencias ideológicas. De etiquetarlos para que los gobernantes sepan donde escoger.

«Oye, ¿cuántos conservadores tienes?, te los cambio por algunos progresistas y así mantenemos el equilibrio».

Desde luego no seré yo quien entre en ese juego. Y, a la vista del alto porcentaje que se resiste a afiliarse, diríase que no sea una posición marginal.

La Junta de Jueces de Bilbao, hace ya casi un año, se pronunció a favor de arbitrar un sistema de representación basado en el principio «un hombre un voto».

Desde entonces nada ha ocurrido. Era asombroso comprobar como algunos compañeros se oponían con uñas y dientes a tal medida. Se argüía que «no era el momento» o que carecíamos de legitimación. En realidad, todo muy comprensible.

Unas buenas tijeras a tiempo ahorran muchas inquietudes existenciales: mejor un buey que un toro.

Han sido las juntas de jueces las que tomaron la delantera. Las asociaciones quedaron rezagadas. Es lógico, la cercanía a las altas esferas coarta mucho.

No parece casualidad que la reforma legislativa que implantará la nueva oficina judicial vacíe de competencias a estos reductos de libertad.

Necesitamos una Junta de Jueces Nacional donde, sin filtros ni intermediarios, es escuche nuestra voz. Ni siquiera tiene por qué estar dotada de un espacio físico: bastaría un sitio virtual. Lo importante es que se nos oiga. El marco es lo de menos.

El movimiento de ocho de octubre es un fenómeno fascinante. Su organización es la de un sistema emergente, que se autorregula, sin centros directores, ni jerarquías, liberado de burocracias formalistas.

Recuerda a lo que sucedió en nuestra patria con la invasión francesa. Las Cortes absolutistas no representaban a la Nación, sino a los estamentos feudales: nobles, plebeyos o eclesiásticos. La irrupción de las tropas napoleónicas generó una reacción popular descomunal.

El poder establecido, sin embargo, se doblegó. Los Reyes abdicaron en el mismísimo Emperador; la Iglesia le rindió pleitesía (¡a los ateos revolucionarios!). Incluso, y esto pocos lo saben, los generales del ejército se sumaron a las huestes galas. Fue el pueblo llano el que se rebeló. Organizaron las juntas locales y, finalmente, las Cortes, primero en San Fernando y más tarde en Cádiz, en 1808. Ello pese a que la facultad de convocarlas correspondía exclusivamente al Rey.

¿DÓNDE ESTABAN LAS ASOCIACIONES O EL CONSEJO CUANDO LA VICEPRESIDENTA HABLABA?

El ocho de octubre de 2008, a las 0:43 horas, la totalidad de los miembros de la carrera judicial recibió un mensaje electrónico donde se pedía el apoyo para un compañero linchado por la muchedumbre y para quien el poder político había ya anunciado su sanción.

El correo interno se tornó en un hervidero. Lo jueces decanos se congregaron en Cádiz. A partir de ahí los magistrados españoles se rebelaron por primera vez en su historia.

Fue el ataque que los unió, como a sus compatriotas de hace 200 años. Tampoco nadie los convocó, lo hicieron por sí mismos. El siguiente paso debería ser haber sido una Junta Nacional.

Los demás se sumaron después. Unos pusieron el carro en marcha; otros se subieron cuando ya estaba de camino. Se comprende, ahora, la importancia del clamor que está resonando.

Por primera vez queremos que nuestra voluntad se oiga sin que le pongan sordina aquellos que están presos de los compromisos con el poder.

Una estructura flexible, sin esclerosis institucional, basada sólo en los contactos entre compañeros, es la única garantía de genuina democracia. Se nos había tapado la boca durante demasiado tiempo. Cuando se retiró la mordaza, el grito fue atronador.

Aun a riesgo de ser machacón, quiero insistir en que nada tengo contra las asociaciones. Son muchas las conquistas que han ganado a pulso a favor de todos nosotros.

Ellas desempeñan su papel, pero no deben ambicionar el monopolio de la representación judicial. Es más sabio combinar diversas fórmulas.

Una de ellas, ¿por qué no? la de la democracia directa: un hombre, un voto.

En caso contrario, una vez que se haya desvanecido la efervescencia de la agitación inicial, la judicatura regresará a su letargo. Dispersos, fragmentados, aislados somos menos molestos. Un cuerpo blando, fofo, manipulable a merced por los férreos dedos del poder político.

Es triste que tengan que linchar a un compañero para que nos levantemos. No es razonable que todo sea tan trágico, tan desmesurado. La expresión de nuestra voluntad debería ser un suceso normal, cotidiano, casi aburrido. Tan elemental como que dispusiéramos de cauces para discurrir como colectivo, sin tutelas. No somos menores de edad ni incapaces.

A poco que meditemos, es fundamental mantener a los jueces domesticados. No hace falta ser adivino para apercibirse de que la idea de una Junta de Jueces Nacional, a la que pertenezcamos todos, no sólo los decanos, será para algunos un tabú impronunciable.

El poder de los jueces, si estuviesen coordinados, conmovería los cimientos del Estado. Una huelga mayoritariamente secundada paralizaría la economía del país. Lo saben y lo temen. Mucho más de lo que están dispuestos a admitir. Aquí encajarían muy bien las amenazas comunistas:

«Proletarier aller Länder veeingit Euch!»

(¡Proletarios del mundo, uníos!).

Sería ominoso acabar de esta manera, con un grito tan lleno de odio. Los jueces no queremos eso. Sólo trabajar tranquilos y que se nos dote de los medios mínimos para ejercer nuestra función. Si alguno de nosotros no está a la altura del cargo, sea sancionado, sin compasión.

No haya misericordia con los corruptos o los gandules. Eso sí, proporciónesenos del mismo modo los recursos necesarios para desempeñar correctamente nuestra labor. El referido manifiesto recoge los datos relativos a la carga de trabajo y el nivel de productividad de nuestra judicatura, muy superior al de la media europea.

Hoy por hoy, la mayoría de los juzgados son polvorines. La tarea es prácticamente inabarcable, no hay manera de estar al tanto de todos los asuntos pendientes. Sería muy fácil desembarazarse de algún juez molesto hurgando en las tripas de los expedientes hasta descubrir algo: Buscad y encontraréis.

Esta es una meta en la que estamos comprometidos todos, no sólo los jueces. Los Fiscales se hallan en una posición muy similar. Los demás funcionarios (oficiales, auxiliares y agentes – me cuesta acostumbrarme a la ridícula nomenclatura de la nueva ley) navegan en el mismo barco.

No los olvidemos jamás. No digamos ya los fedatarios. Lo sucedido con la secretaria del caso que nos ocupa clama al cielo. Sacrificada en el altar de la opinión pública. Chivo expiatorio, sangre purificadora del crimen perpetrado por otros.

No sé comprende qué tiene de reprobable el hecho de que, por ejemplo, los señores fiscales expresaran su opinión general mediante una reunión democrática de todos ellos.

Aunque luego estuviera desprovista de valor vinculante; sería sólo para conocer su voluntad mayoritaria. Lo mismo vale para los demás grupos a los que se nos ha encomendado la sagrada misión de la Justicia, cada uno desde su particular responsabilidad (visto en su conjunto, tan importante es un magistrado del Tribunal Supremo como el último agente del más modesto juzgado de pueblo, pues la máquina necesita el conjunto de sus piezas para marchar).

Si todos estos segmentos dispersos aunaran sus fuerzas, se paralizarían los designios de politización. Hasta ahora hemos sido un colectivo generalizadamente limpio, basta comparar con los políticos.

Empero es sólo cuestión de tiempo que, si se abren las puertas del Poder Judicial a «la realidad social», nos termine infectando la misma contaminación que al resto de las estructuras politizadas.

Pero sobre todo son los abogados los que mejor conocen la situación. Nosotros siempre no exponemos a ser tachados de corporativistas. Ellos, por el contrario, saben mejor que nadie las carencias de medios y el sacrificio de tantos que bogan contra los elementos.

A la postre es el justiciable el que resulta perjudicado. Cuando tiene que pasar el mal trago de comparecer ante los tribunales, lo que desea es un juez imparcial, neutral y apolítico. Que no anteponga su ideología (ni la de la opinión pública) a la recta aplicación del Derecho.

El resto son cantos de sirena.

Piero Calamandrei escribía hace casi 70 años:

«Estás defendiendo un pleito importante, uno de aquellos pleitos (…) en el que de su resolución depende la vida de un hombre, la felicidad de una familia. (…) el día de la vista tienes la absoluta sensación de haber hablado mal, de haber olvidado los mejores argumentos, de haber aburrido a la Sala que, por el contrario, escuchaba sonriente la brillante oración del contrario. Estás abatido y desalentado, presientes una derrota inevitable; te repites, con amargor de boca que no debe esperarse nada de los jueces…Y, por el contrario, cuando conoces la sentencia recibes la inesperada noticia de que la victoria es tuya; a pesar de tu inferioridad, de la elocuencia del adversario, de la temida amistad y de las alardeadas protecciones. Estos son los días de fiesta del abogado: cuando se da cuenta de que, contra todos los medios del arte y de la intriga, vale más, modesta y oscuramente, tener razón».

Para acabar me gustaría completar este bello encomio de la Justicia agregando que, desde el otro lado de los estrados, los magistrados también saben cuán heroico es el combate del Letrado por el Derecho.

El mero hecho de adentrarse en nuestros juzgados ya es una proeza.

 

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