Acabó el debate; y ahora ¿qué?

Somos apenas un puñado de irredentos, irrecuperables, optimistas sin causa, los que aún creemos que de los debates sobre el estado de la Nación pueden salir cosas constructivas, resoluciones que se cumplen, pactos políticos con fundamento. Y, año tras año, los del puñado incurable nos sumimos en el pozo de la misma decepción. Esta edición del más importante de los debates parlamentarios del curso político no ha sido, por supuesto, una excepción: vuelo alicorto, duelos a garrotazos como los quiso Goya, mucha amargura en el presente y muy pocas, si alguna, recetas para el futuro.

Si no hubiese sido por la sentencia del Constitucional sobre el Estatut, que ha dado para mucho, y porque las ojeras del rostro de Zapatero se han ahondado, ha habido momentos en los que hubiese podido pensar que había viajado al pretérito, que me hallaba en el debate del año pasado. O en el anterior. Hemos avanzado poco en las soluciones constitucionales para mejorar el clima institucional, seguimos con el mismo desencuentro político entre las formaciones nacionales y, desde luego, apenas pasamos de constatar que el clima económico está algo más deteriorado que ayer, pero quién sabe si menos que mañana.

A quienes me han preguntado -y no eran pocos los parlamentarios interesados en saber la opinión de los pocos periodistas veteranos que pululamos por los pasillos de la Cámara- acerca de quién ganó el debate, si Zapatero o Rajoy, les he dicho que, entre uno y otro, ganó… Duran i Lleida. Me parece que el líder de Unió, de cuyas tesis podemos discrepar muchos, fue el único que remontó el tono del discurso, obligando a Zapatero a hacer lo mismo; porque un debate sobre el estado de la nación ha de ser eso, un repaso a los grandes problemas del país, incluyendo las quiebras institucionales y las fallas territoriales.

Ya sabemos que el concepto que Duran maneja sobre las interpretaciones posibles de lo que dice el Título VIII de la Constitución no son exactamente iguales que las que barajan en el PSOE y en el PP, pero qué duda cabe de que merece la pena tomarlas en consideración. Cataluña, una parte importante de España, tiene que sentirse, globalmente, cómoda dentro del Estado y, en este sentido, las advertencias de los representantes catalanes en el Parlamento nacional me parecieron cuando menos preocupantes. Ya sé que decirlo no va a acrecentar mi popularidad, pero acaso hayamos de comenzar a pensar en poner en marcha los mecanismos de una reforma serena de la Constitución que actualice algunas disposiciones que datan de 1978.

Claro que no se trata de dar, sin más, la razón a esos nacionalistas que son capaces de ganar las elecciones catalanas este otoño y que, admitámoslo, tantas veces han cooperado -interesadamente, cómo no- a la gobernabilidad del país. Simplemente, digo que el debate sobre el estado de la Nación está para tratar las grandes cuestiones -la economía, sí, pero también ese ‘malestar catalán’ al que se refería Duran- y no, me temo, pequeñas reivindicaciones localistas como las que constituyeron la base de los discursos del peneuvista Erkoreka y de varios representantes del Grupo Mixto.

Por lo demás, ví a Rajoy -cuando se le vio, que el segundo día ni asistió al debate- en lo suyo, con sus luces y sus sombras, pero con toda la autopista prácticamente libre hacia el destino monclovita. Ví a Zapatero, en cambio, sin rumbo definido, como deseando que llegue 2012 y poder escapar de ahí, de ese lugar en el que tantas presiones ha recibido para cambiar los que han sido sus postulados básicos de izquierda de toda la vida. Los demás, en bloque, parecen asustados ante la deriva que lleva la nave. Salí del caserón de la Carrera de San Jerónimo, tras el último discurso, buscando bocanadas de aire fresco. Y eso que, fuera del palacio de las Cortes, en la dura realidad de la calle, hacía un calor espantoso.

CONTRIBUYE CON PERIODISTA DIGITAL

QUEREMOS SEGUIR SIENDO UN MEDIO DE COMUNICACIÓN LIBRE

Buscamos personas comprometidas que nos apoyen

COLABORA

Lo más leído