La clave del zapaterismo no son las leyes de ingeniería civil ni las políticas económicas derrotadas por la realidad de la crisis, sino su vacilante concepto nacional, su clamorosa carencia de una idea de España
Es cierto que el poder no lo ha cambiado. Eso es lo más inquietante: que al cabo de seis años de presidencia y diez de liderazgo partidista José Luis Rodríguez Zapatero sigue siendo exactamente como parecía que era.
Un político sin solvencia ni preparación, veleidoso, frívolo, hueco, relativista, cuya propiedad más sólida es un sentido pragmático de la supervivencia a cualquier precio, «cueste lo que cueste».
Un líder adaptadizo sin sentido de la responsabilidad de Estado; un dirigente de ideas superficiales que gobierna a base de gestos demagógicos y efectistas; un táctico de visión corta desprovisto de sentido estratégico. Un producto quintaesenciado de la posmodernidad, el pensamiento débil y la sociedad líquida.
Escribe Ignacio Camacho en ABC -«Tal como era«- que para evaluar con exactitud la década zapaterista no hay que atender los discursos autocomplacientes del aniversario.
En su discurso de este jueves, 22 de julio de 2010, con motivo del décimo aniversario de su llegada al poeder en el PSOE, afirmó sin sonrojarse:
«Estamos mucho mejor de lo que parece y lo vais a vivir».
Se refería sin duda a su partido y algo de razón no le falta, porque los dirigentes socialistas suyos están mucho mejor que el común de los españoles, pero son sólo palabras huecas.
Para hacer balance, tampoco es necesario analizar el crispado rechazo que ha generado en los sectores liberales y conservadores.
Basta escuchar a esa vieja guardia que lo alzó por miedo a un ajuste de cuentas interno, a los guerristas y a los tardofelipistas que lo avalaron por no acabar de fiarse de las intenciones de Bono.
Hay que consultar a esos socialistas ya desencantados que proclaman de forma cada vez menos disimulada su preocupación crítica por la deriva relativista del proyecto socialdemócrata, su desasosiego por el cuestionamiento de la legitimidad constitucional, su zozobra ante la progresiva entrega al chantaje del soberanismo.
Y oír el recelo creciente que hasta ahora habían ocultado los seis años de poder y que se manifiesta ya sin tapujos ante la perspectiva de un fracaso que cristalice todos los defectos latentes del zapaterato en una quiebra capaz de arrojar al centenario partido por una escombrera política.
La clave del zapaterismo no son las leyes de ingeniería civil ni las políticas económicas derrotadas por la realidad de la crisis, sino su vacilante concepto nacional, su clamorosa carencia de una idea de España, que ha convertido al PSOE en una difusa confederación de intereses territoriales en continua tensión por las contradicciones de sus precarias alianzas de poder.
Hasta ahora la permanencia en el Gobierno ha funcionado como argamasa de esas tensiones, pero la perspectiva de la derrota deja al descubierto las grietas que han ido descomponiendo la unidad del partido y han trasladado la falta de proyecto de su líder a la propia estructura del Estado.
Zapatero ha vaciado de cohesión tanto al Gobierno como a la organización que lo sostiene, y su inconsistencia trivial compromete no sólo la estabilidad de la nación sino el futuro mismo de una socialdemocracia sin referencias estables de ideología y de estrategia.
Al cabo de diez años, la experiencia más desalentadora de su liderazgo es la comprobación de que, en efecto, aquel político insustancial no ha cambiado. Salvo para volverse mucho más sectario.