Los tentáculos de «The Economist» es evidente que no llegan a Galicia. Como mucho envían ojeadores a hacer parada y fonda en Madrid, a tantear el día a día de la derecha del barrio de Salamanca y a tomarse unas copas en las noches de la iguana de la gauche divine on the rocks resistente al discreto desencanto de la progresía.
Mientras el payaso llora en la Moncloa, en competencia desleal con la memoria de Charlie Rivel, los españoles han empezado a llorar con las payasadas que han ido desgarrando el tejido empresarial de las Pymes, la red de autosuficiencia de los autónomos y el artículo de primera necesidad del empleo. ¿De verdad The Economist cree que el adjetivo aburrido es un repelente a prueba de candidatos a inquilinos de La Moncloa? —The people of the People’s Party—
Pero si ya no se habla de otra cosa durante los cafelitos de la 11, hombre: ¡que venga un aburrido, por favor, a ver si en las calles de España podemos volver a recuperar la sonrisa!
Decía que The Economist y sus «gargantas profundas» ni siquiera saben que existe Galicia, porque mi tierra y mi gente es testigo de cargo de que Mariano Rajoy es un hombre de centro. Un tipo al que la derecha galaica, rancia y caciquil, le echó males de ojo y lo condenó al exilio de Madrid porque ponía en peligro el «budismo» aldeano que reverenciaba al ídolo pagano de Manuel Fraga.
Ya sé que el centro no es una ideología propiamente dicha, pero es el término medio, o sea la virtud, entre dos Españas que siguen empeñadas en helarnos el corazón.
¡Bendito sea el aburrimiento de Mariano Rajoy con el que nos amenaza The Economist! Le viene como anillo al dedo a un país que no está ni para coñas, ni para candidatos que intentan ser coñeros, ay, cada vez con menos gracia.