Me importa poco el número de trabajadores que el otro día secundaron la huelga o los que acudieron a su trabajo. Y los comunicados placebo del Ministerio del Interior o los bálsamos de Fierabrás de Fátima Báñez.
Y el baño de multitudes que se dieron Cándido y Toxo, en aquella sesión de talasoterapia callejera para aliviar la arterioesclerosis galopante que invade a sus respectivas autoestimas.
Que le den morcilla a las guerras de las cifras, a las huelgas cuyo éxito o fracaso se miden por el consumo eléctrico, a los hijos y los nietos de los rojos y los azules, ¡oh, la maldita genética carpetovetónica!, que tampoco permiten divisar el arco iris en el monótono horizonte de la historia bipolar de España.
Los hijos de madres que suelen ser unas santas, no pueden seguir siendo héroes ante cualquiera de las Españas que los identifica como «uno de los nuestros» Me acuesto por las noches y me levanto por las mañanas con la náusea que me produce la inmunidad parlamentaria aprobada por ley, la inmunidad ideológica asumida por los hooligan y la inmunidad mediática sometida al libre mercado de la oferta y la demanda, a las columnas de opinión mercenarias y a los fanáticos «yihadistas» manejados por control remoto desde los despachos de los editores.
Paso de las dos Sorayas encargadas de seguir meciendo la cuna miserable de las dos Españas. Y de los dos Rubalcabas, el de antes y el de ahora, disimulando su trastorno disociativo de identidad del yo. Y de los que aún suspiran por los «presupuestos de paz» de Elena Salgado, que nos han condenado a los «presupuestos de guerra» de Cristóbal Montoro.
Y del Congreso de los Diputados de los unos y los otros, de los unos contra los otros, que llevan tres décadas y media tejiendo y destejiendo velos de Penélope. No es escepticismo, Director, sino pura melancolía. Ahora sé que moriré en éste interminable viaje a Ítaca que llevamos siglos intentando culminar decenas de generaciones de españoles.
Contemplo todos los días compañeros de tripulación dejándose llevar por «cantos de sirena», por soflamas de PRISA y cía o de las otras caras de la moneda mediática, por zanahorias progresistas o conservadoras que tientan nuestras conciencias resignadas a la insoportable levedad del ser de los conejos, y dudo que mi hijos, que mis nietos, puedan reproducir alguna vez el inmortal verso de Walt Whitman: «¡Oh Capitán! ¡Mi capitán! Nuestro espantoso viaje ha concluido».
La izquierda me deprime apacentando ovejas con el «efecto placebo» del un Estado de Bienestar encallado en el siglo XX. La derecha me inquieta con su obsesiva alternativa terapéutica del bisturí y la cirugía. Europa es un cíclope con su único ojo cegado por la crisis, decidida a devorar a las tripulaciones mediterráneas, como el Polifemo de Homero quería devorar a la tripulación de Ulises.
España no existe; sólo es un espejismo mitológico. El guión de una película de buenos y de malos de serie B. Una ínsula de ínsulas de Barataria de Cervantes, aquel escritor profeta, condenada a ser gobernada durante una eternidad por Sancho Panzas.
Confieso que el humo de los puros de Rajoy ciega mis ojos, las amenazas de Cándido y Toxo me entran por un oído y me salen por otro y las declaraciones de Botines y Roselles me suenan a réquiem por la hermosa gente corriente.
Desde hace varios meses las sonrisas farisaicas de Rubalcaba me evocan monográficos de la National Geographic sobre hienas hambrientas, las dos Españas de papel periódico me resultan cada vez más útiles en el cuarto de baño y me cuesta un horror resignarme a que los intelectuales hayan caído tan bajo, que las religiones sean armas de destrucción masiva y que la cultura esté surcada de trincheras ideológicas.
Cuanto más se extiende la pandemia de ratas de derechas e izquierdas, de mayores y jóvenes, de todas las profesiones, de todas las condiciones, por todos los compartimentos estancos autonómicos de este barco a la deriva al que llamamos España, más quiero a mi perro.
Y ahora que mis últimos gramos de empatía los estoy consumiendo con españoles y españolas que me inspiran la misma compasión que yo mismo, cada vez que me reflejo en un espejo, empiezo a comprender lo que durante tantos años me había permitido intuir aquel desesperado verso de Machado, un viejo, cansado y acorralado poeta entre una España que siempre muere y una España que siempre bosteza:
¡Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios!