La tentación orwelliana es siempre muy fuerte en política, hacer una cosa y decir la contraria
Desde sus orígenes, pero especialmente desde que vio cercano su final, ETA ha sentido la imperiosa necesidad de disfrazarse.
Incluso unos criminales sin escrúpulos necesitan el amparo de una causa respetable, y, al margen de sus quiméricas pretensiones de representar a un pueblo perseguido y sojuzgado, ETA lleva deseando ser considerada como una fuerza que busca la paz, como un interlocutor responsable en un proceso normalizado de negociación.
Son tan claros los intereses y los móviles de ETA que resulta realmente incomprensible que nadie se pueda prestar a legitimarlos, especialmente, si pretende hacerlo en nombre de ideales que todos respetamos o, peor aún, en nombre de España y de la democracia.
Pase lo que pase, ningún Gobierno debiera atreverse a ir un paso más allá de lo que marca la ley, de lo que exige la dignidad de la democracia, de los ciudadanos y de la libertad y, muy especialmente, por lo que debemos al respeto y la dignidad de quienes han sido víctimas de los crímenes de ETA.
Hay que saber resistir a las tentaciones de disfrazar de perdón o de misericordia lo que no sería sino una forma de traición a la Constitución, a la libertad y a la vida de cuantos han muerto defendiéndola.
El Gobierno debe cuidarse especialmente de resistir la inercia de la política antiterrorista recibida, el regalo envenenado de una perpetua cesión que ha colocado a Bildu en las instituciones y que pretende sacar a los presos de las cárceles como si todo hubiese sido un equívoco o una exageración.
Por eso resulta tan sorprendente como preocupante que al ministro del Interior se le haya ocurrido ponerse creativo y un nuevo «programa para el desarrollo de la política penitenciaria de reinserción individual en el marco de la ley», olvidando, por cierto, el tremendo fracaso de todos los anteriores y, sobre todo, olvidando que carece de cualquier legitimidad democrática y electoral para continuar con políticas que han merecido el justo y frontal rechazo de sus votantes.
No es política sino hipocresía y cobardía el intento de seguir diciendo lo mismo que se decía y empezar a hacer cosas distintas, justamente el tipo de cosas que ETA ha exigido al anterior Gobierno y que este no tiene ningún motivo para aceptar.
Por eso suenan bien los rechazos del ministro del Interior a las pretensiones de unos supuestos verificadores externos del proceso de disolución de ETA.
No basta, sin embargo, con que suenen bien; es necesario que las obras se atengan a las palabras y que la política del Gobierno se enderece únicamente a la desaparición de ETA, a la entrega de las armas y a su derrota policial y judicial.
Fuera de eso que, por fuerza, ha de ser público y notorio, no hay nada que verificar y esperamos que el Gobierno tenga claras las ideas y mantenga firme su posición de mantener firmes los principios de la libertad, la Constitución y la democracia que son los que impiden considerar a ETA como un grupo ligeramente exagerado de abertzales y obligan a considerarlos como lo que son, como asesinos y enemigos de la libertad y de la democracia.
La tentación orwelliana es siempre muy fuerte en política, hacer una cosa y decir la contraria.
Este Gobierno no debe ceder a esa tentación de ninguna manera, y bueno será que se ejercite en lo contrario, en mantener con firmeza los principios que dicen inspirarle, en sostener el imperio de la Ley y en defender, con la mejor lógica, que no necesitamos que nadie verifique nada en un proceso supuestamente delicado de disolución de una banda terrorista, porque nos basta con los jueces y con la Policía, como le ocurriría a cualquier Estado que aprecie mínimamente su dignidad y respete la voluntad inequívoca de sus ciudadanos.
NOTA.- leer artículo original en ‘La Gaceta’