Rajoy y De Guindos inician un largo mes de exilio como españoles errantes por el mundo. Un mes fuera de casa, de su país, que las agencias de calificación, tras dejar la deuda española al borde del bono basura, han vuelto a convertir en otro lugar de La Mancha, del borrón financiero, de cuyo nombre sólo quieren acordarse los acreedores.
Hacia allá sale nuestro nuevo Quijote sobre el rocín flaco de una economía que compite en anorexia con Rocinante, seguido por su nuevo escudero Sancho, menos fiel pero más ilustrado que el genuino personaje de Miguel de Cervantes, a lomos del asno viejo y pulgoso del sistema financiero. No se han empapado de libros de caballería, sino de gestas caducas de la «Escuela de Chicago», de «milagros de Chile» de Milton Friedman y de exorcistas especializados en expulsar de los gobiernos occidentales al demonio okupa de Paul Krugman.
Se van a la aventura de Brasil, de Roma, de Bruselas, dispuestos a enfrentarse con los gigantes de la tierra, los Obama, las Dilmas, los Cameron, los Hollande que, una vez más, como ya avisó hace cuatro siglos El Manco de Lepanto, vuelven a ser prosaicos molinos que mueven a su antojo los vientos de la crisis, las impredecibles ráfagas de los mercados y los devastadores ciclones electorales.
Dejan atrás una España cervantina de hidalgos pretenciosos, de despensas vacías, de diecisiete gobernadores de trágico-cómicas Ínsulas de Barataria (que ahora se llaman Comunidades Autónomas), y una Hacienda criando telarañas, y una red de tabernas y taberneros mirando a los cielos si tarda el diluvio de turistas, y una Conferencia Episcopal de Rouco, que todavía arranca la legendaria exclamación literaria de los sucesivos poderes establecidos: ¡con la Iglesia hemos topado!
Allá va el caballero de la triste figura, junto a su escudero, a partirse la cara con el FMI, con el G-20, con la UE, con el BCE, con todas las papeletas para regresar sin un solo hueso sano. Lleva, como armadura, 46 millones de españoles oxidados y vulnerables a las cargas de caballería de las Citys. Y como «lanza en astillero» la disuasoria tarjeta de visita curricular de su gobierno. Y un pañuelo que guarda el aroma de su Dulcinea de Berlín, su conmovedor gran amor platónico no correspondido, que le da fuerzas para enfrentarse a un mundo incluso más volátil, más interesado, más imprevisible que «El Mundo» de Pedro Jota.
Le aguardan humillantes manteos de los mercados, burlas aritméticas de la prima de riesgo, atracos de los bandoleros que asaltan a las deudas soberanas y descalificaciones de las agencias de rating, de las opiniones públicas y de las opiniones publicadas. Pero el Ingenioso Hidalgo Don Mariano de la Deuda, éste Alonso Quijano del siglo XXI, ha decidido que su Rocinante económico es un pura sangre, que su armadura política es inexpugnable, que su estrategia es infalible y que, el tiempo, como le ocurrió a su ancestral antecesor el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, le permitirá perpetuarse en la historia.
La verdad es que las aventuras de éste hombre parece que las está escribiendo otro Cervantes al que algunos identifican como Pedro Arriola. Pero a las escasas luces de un servidor juraría que todo lo que hace, lo que dice y lo que se calla está grabado en su ADN, en su código genético, en una saga familiar que era caldo de cultivo para que surgiese el personaje. Rajoy en su salsa, compartiendo un habano y un país que se van haciendo humo y preguntándose mientras hace las maletas para dar su vuelta al mundo julioverniana: ¿me echará de menos España? ¿Echaron de menos el ama y su sobrina a Don Quijote…?
Luego, cuando regrese, polvoriento, dolorido, algo más viejo y algo más cansado, le estará esperando el bachiller Rubalcaba, ése transformista político, que ha dejado de hacerse pasar por el Caballero de los Espejos, en los que se reflejaban sus siniestros y disparatados actos de servicio del reciente pasado, y se ha puesto el disfraz de Caballero de la Blanca Luna, que es un papel que le va como anillo al dedo. Éste señor es que ha pasado de estar en el alucinante Gobierno de Zapatero a estar ‘talmente’ en la luna.