Estaba en la segunda fila de la Tribuna de Prensa del Congreso de los Diputados, cuando me llamó la atención el comentario de dos periodistas mayores, de los llamados «santones parlamentarios», que estaban en la fila de atrás en una animada conversación que cesó con el aviso de uno de ellos:
– Vamos a escuchar a éste, que éste es nuevo, pero sabe lo que dice.
La advertencia, por venir de quien venía, me pareció importante y concentré mi atención en un parlamentario, para mí desconocido, que pasaba ante las taquígrafas y subía al atril a defender la postura del Grupo Parlamentario Socialista.
Y vaya si mereció la pena. El socialista no sólo sabía lo que decía sino que además decía lo que todos los que le escuchábamos entendíamos como razonable.
Su discurso, no muy largo y ajeno a las florituras y a los habituales excesos verbales de sus compañeros de grupo, fue claro, conciso y lleno de esa afable inteligencia que consigue la empatía con el oyente sin proponérselo, porque se percibe no el ataque sin fundamento ni la confrontación verbal destemplada a la que estamos acostumbrados, sino el discurrir suave de la razón para enfrentarse con un asunto y el avance inteligente del intelecto para analizar hechos, enfocar problemas y proponer soluciones realistas al margen del egoísmo.
– Merecía la pena.- dije para mis adentros, cuando el orador daba las gracias al Presidente antes de bajar las escaleras.
Debería conectarme a internet para conocer al orador, nuevo en la Cámara y desde ese momento convertido para mí en un personaje importante entre las filas socialistas que ocupan escaño en la Decima Legislatura: su primera legislatura.
Pero estábamos en un Pleno y era un buen momento para echar un vistazo al hemiciclo y contemplar, una vez más y con un cierto desasosiego, la desolación que campa por entre la bancada socialista.
Me levanté, me acerqué a un hueco al lado de una columna y me entretuve en contemplarlos: A la izquierda los llamados «chaconitas», en atención a Carme Chacón, la para algunos ya definitiva ex de casi todo, desde que José Bono aventurara que apostar por Chacón en el PSOE era como jugar al mus y envidar a la chica.
A la derecha, alrededor y tras la coronilla de Alfredo Pérez Rubalcaba sus segundos y segundas, los que los maledicentes conocen como «los rubalcabados» y «las rubalcabadas», en busca del participio del verbo acabar, en atención al apellido del actual Secretario General socialista y a la afición de una parte de la izquierda para, por aquello de la igualdad entre los sexos, citar a machos y hembras a la vez, o hembras y machos, para referirse a los miembros y las «miembras» y no usar la preferencia entre ellos.
Sentados y no desperdigados, fui repasando con la vista a algunos de los diputados socialistas que repiten escaño: Pepiño Blanco repeinado y repiqueteando mecánicamente con un bolígrafo rojo sobre el escaño, Leire Pajín con la vista fija en un papel blanco ante ella, algunos más con la mirada perdida o entretenida en cachivaches informáticos varios, otros callados y esperando la primera ocasión para hacer algo que se saliera de la rutina.
Después descubrí al orador, que ya se había sentado y que atendía a una mujer joven y gruesa y a un hombre enteco y gafoso, también desconocidos, que departían con él interesados en una conversación que intuí interesante y en la que los tres participaban de pleno, observados en la distancia por los ojos inteligentes y un punto maliciosos de Alfonso Guerra, las miradas suspicaces de Chiqui Benegas y su apadrinado Madina y sometidos a la atención del serio y bondadoso Ramón Jáuregui: el benevolente licenciado en derecho e ingeniero técnico en algunos tipos de construcciones, capaz de analizar, y puede que de controlar aunque no haya coincidencia en las opiniones por encargo de quién o con qué fin, todo lo que se mueve en la grey de la filas socialistas.
Los observados por todos se callaron para escuchar al portavoz del grupo popular, que había ascendido al atril y que empezaba su parlamento. Y a mí me dio por repasar con cuidado la bancada socialista prescindiendo de los conocidos y rebuscando entre los nuevos. Y recordé la opinión de otro de «los santones de la prensa»
– Los que no estén aquí no cuentan. Y los que cuentan tienen que estar aquí.
Y allí había algo más de tres decenas de socialistas, que estaban atentos al debate, que no repiqueteaban con bolígrafos caídos, ni tenían las miradas perdidas y que eran observados con cuidado, puede que hasta vigilados, por sus propios compañeros de grupo y de bancada.
Era la hora de tomar mis medicinas y con esa disculpa y la sugerencia de un café arrastré a la cafetería a un amigo que se confiesa periodista, parece periodista y vive como periodista.
– Vas a tener suerte.- me dijo al llegar a la escalera y ver a quién subía andando.
– ¿Por qué? – pregunté.
– Te ha gustado el personaje y te lo voy a presentar.
– ¿Cómo lo has adivinado?
– Es que soy periodista.
Y me lo presentó. Nos estrechamos las manos. Y nos despedimos.
– ¿Sabes quién es este hombre? – me dijo mientras tomábamos la infusión.
– No quiero saber el nombre, al menos de momento. Lo miraré y me lo estudiaré así que tenga un momento libre. Pero ésta es la demostración de que, a pesar de Zapatero, de todo lo pasado y de lo que se mueve ahí dentro y aquí fuera, el PSOE existe.
José Luis Heras Celemín es corresponsal de PD en el Congreso de Diputados y autor de ‘Su Señoría Sor María’.