Nuestra realidad parece un plagio, se asemeja cada vez más a los relatos de Valle Inclán.
O de nuestra propia historia. Muchas de las cosas que ocurren, este presente fracaso institucional sistémico se parece al ocurrido hace dos siglos. En lo que casi nada era de verdad como parecía, las autoridades competían en estulticia, vileza y felonía, ni las instituciones de la Monarquía defendían al pueblo.
Quien de verdad reina en España es la hipocresía. Parece ser a juzgar por lo que se ha sabido que Su (intervenida) Majestad no quería verse en el sarao de Cádiz conmemorativo del bicentenario de la fundación de tan alto y severo organismo junto al excelentísimo señor presidente del Tribunal Supremo, cuarta autoridad del Reino, debido a sus últimos escándalos de pluma y suplidos. Quiero decir, de los del eximio jurista no de los reales.
El arrobado personaje que ocupa ahora el cargo estaba muy ilusionado con hacerse una foto realmente histórica en tan raro acontecimiento como un bicentenario con Su (intervenida) Majestad y con su guardaespaldas preferido, el heroico funcionario condecorado con una pensionada gracias a las instancias del elevado prócer por sus peligrosas actividades y gran desempeño en el servicio. Pero no va a poder ser.
La Casa real saudita como en tantas otras ocasiones anteriores, ha echado un capote a Su (intervenida) Majestad, pero esta vez no financiero sino protocolario con la oportuna muerte del heredero del trono de tan legendario país dominado por la vasta familia, en lo mejor de la edad, a sus casi ochenta años.
Su (intervenida) Majestad ha visto el Paraíso de Alá abierto, con sus bellas huríes y todo, de modo que deja el rollo patriótico judicial propio con tan malas e inconvenientes compañías, para sustituirlas por otras más gratas y marcharse a consolar a las numerosas viudas del insigne príncipe desaparecido. Y de paso, averiguar cómo quedara la cosa allí y quién asumirá ciertos negociados.
Pero quedaba a quién cargar con el mochuelo de tan feliz conmemoración tribunalicia. Si no quería ir el Rey para no estigmatizarse con la compañía del ropilla mandamás judicial, la cuestión era a quién mandar para cubrir el oneroso sarao gaditano fuera de la temporada del Carnaval.
Enseguida se pensó en una persona muy allegada a Su (intervenida) Majestad y con conocimientos internos de nuestro sistema judicial. Méritos que concurren en la persona del Duque de Palma, presidente del filantrópico Instituto Nóos y apuesto marido de la infanta mediana, pero sus muchas ocupaciones de su trabajo en Washington no se lo permitían.
La infanta Elena estaba ocupada con sus competiciones hípicas. De modo que hubo que echarlo a suertes. Realizado el sorteo definitivo, el marido de la princesa de Asturias ha resultado el feliz agraciado.
La suerte del lance no ha resultado demasiado favorable a la Monarquía. Al Príncipe de Asturias, que en rigor puede ser considerado como la última esperanza del alicaído e intervenido Régimen, habría que reservarlo para mejores momentos no sea que cuando herede, si es que para entonces quede ya algo que heredar, no se encuentra tan achicharrado y desprestigiado como otros protagonistas ya más o menos amortizados.
Mientras tanto, camino de su inminente destierro jubilar, suspira el jefe de los ropones y llora como mujer la pérdida de la oportunidad de un trofeo como el de la tan codiciada foto cuyo logro no ha sabido defender como hombre.
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