Doctores tiene la Iglesia y eximios historiadores de urgencia el periodismo. Gracias a uno de ellos, el español residente en el paraíso cubano Carlos Carnicero (“Rouco no se fía de los católicos”) nos enteramos de que “la civilización en Occidente consiguió reducir el poder de la Iglesia”-LEA EL TRASGO EN LA GACETA-.
Dado que lo distintivo de la civilización occidental es, precisamente, la Iglesia y su influencia en el pagano universo romano, primero, y luego en el mundo, uno estaría más por argumentar que fue el Príncipe –es decir, el poder civil– el que “consiguió reducir el poder de la Iglesia”, si para bien o para mal, cada cual dirá.
En general, la Iglesia saca de las cabezas más inteligentes de la izquierda las ideas más tontas y el rencor más descerebrado. Es como si, ante la Cruz, fueran incapaces de discurrir con la misma calma y habilidad que con cualquier otro asunto, y les salgan espumarajos verbales que tienen a bien calificar de “argumentos”. Ellos verán.
Es, por ejemplo, de lo más curioso que el verbo “imponer” lo reserven casi en exclusiva para los jerarcas católicos –en el artículo citado, “Monseñor Rouco Varela no ha dejado de intervenir en política, porque en el fondo, las religiones con penetración social importante no renuncian a imponer sus credos en las normas civiles”–, cuando es obvio que ni don Antonio María ni colega alguno de la Conferencia Episcopal puede “imponer” nada, mientras que jamás se usa para las disposiciones del poder, estas sí claramente impuestas.
Lleve usted condones hasta en la nariz, y no habrá prelado en España que pueda mover un dedo contra usted; trate de no pagar sus impuestos –¡anda, si hasta se llaman “impuestos”!– y ya me irá contando.
La Iglesia no impone
Nos informa Carnicero en su infantil diatriba que “ninguna mujer está obligada a interrumpir su embarazo”. ¿A quién hay que dar las gracias por tan benévola tolerancia? Don Carlos no admitiría ni un segundo un argumento semejante si lo dijese un rival sobre cualquier otra cosa.
Podría responder, por ejemplo, que nunca se obligó a nadie a poseer esclavos, algo que, por cierto, se alegó repetidas veces en la disputa entre el Norte y el Sur previa a la guerra de Secesión, pero no creo que ya convenza a nadie, ni siquiera a Carnicero. Lo que Carnicero finge no entender es que los clérigos católicos no recuerdan a la sociedad determinadas normas porque les salga de sus casullas, sino porque están convencidos de que se ajustan a lo que es bueno, exactamente igual que hace Carnicero artículo tras artículo, y con parejo éxito.
La gente no se pone a proponer normas sociales sin ton ni son, al buen tuntún, sino que defienden lo que creen justo y conveniente de acuerdo con una visión del mundo que se ha formado en algún sitio. Eso es exactamente lo que hacemos los católicos, y a Carnicero debería extrañarle que Rouco desee ver recogido en las leyes lo que cree justo tanto como que lo pretenda cualquier asociación, ONG, sindicato o grupo de presión.
Quizá sea que el periodista, de tanto frecuentar la isla de los Castro, encuentre confuso, irritante y poco expeditivo el contraste público de pareceres, pero es lo que tiene la democracia. Dice, como tesis central reflejada en el titular, que “la falta de confianza que tiene de que los católicos cumplan las reglas impuestas por la Iglesia le empuja a que sea la sociedad civil la que prohíba los comportamientos que la Iglesia considera nocivos”. ¿Este hombre se relee? Como ya hemos dicho, si Rouco no confía en los católicos, no le queda otra.
Cuestión de confianza
Nadie en su sano juicio pensaría que recordar un mensaje sea desconfiar en el receptor. Pero sobre todo, cuando Carlos defiende tal o cual medida pública, ¿qué cree estar haciendo, sino demostrar su desconfianza en el pueblo, que no se comportará bien sino se le obliga? El feliz reino hipotético del que Carnicero fuera soberano, ¿dejaría al albur de cada cual pagar impuestos? Algo me dice que no. Pero es, como ya digo, un bloqueo mental que afecta a la progresía toda.
En una ocasión explicamos que toda crítica por parte de un obispo, por meliflua y serena que se haga, se expresa siempre con los verbos más violentos, como “arremeter” o, en el reciente caso del Bluffington Post, “cargar”: “El obispo de Córdoba carga contra feministas y transexuales”. Dentro, el titular es aún más estúpido, además de manifiestamente falso: “El obispo de Córdoba lamenta que quien quiere ser varón ‘pueda serlo, aunque haya nacido mujer”. Por supuesto, Monseñor Fernández no “lamenta” eso: se limita a recordar que es imposible.
La izquierda es maestra en pensamiento desiderativo, y cuando alguien –normalmente, la Iglesia– le recuerda que las cosas no son meramente porque uno desee que sean, la pataleta es de órdago. Tengo para mí que si, en presencia de la directora del Bluffington, Montserrat Domínguez, declarara mi convencimiento de ser Napoleón, su reacción no sería precisamente buscar que me proporcionaran un cómodo exilio en la isla de Elba.